Recuerdos del porvenir, por Benjamín Péret
Ningún pueblo en el mundo, por más primitivo que sea, vive
sin poesía, porque la poesía es el modo natural del pensamiento de la humanidad
entera. Digo “ningún pueblo”, porque lo que se pierde con la decadencia y la
incapacidad de renovarse de la élite, renace entre las masas, tierra virgen
donde puede brotar una soberbia cosecha, las más grandes culturas. El arte,
expresión plástica de la poesía, exige un dominio del mundo material y por lo
tanto, requiere tiempo para evolucionar.
Desde esta perspectiva, México ofrece la visión fascinante
de un pueblo cuya cultura, brutalmente arrasada por la conquista española,
busca renacer de la misma manera que, en un árbol decapitado por un rayo,
nuevos brotes surgen con la primavera. Por desgracia, la primavera mexicana es
contemporánea del otoño del mundo, del cual no es responsable. Habría que
reflexionar sobre el otoño y no sobre la primavera.
En nuestros días, mientras observamos la fusión acelerada de
los pueblos y de las culturas, y se multiplican los intercambios intelectuales,
un arte nacional carece de sentido. Por esta razón, el esfuerzo material de
pintores mexicanos para crear uno estaba destinado al fracaso por su mismo
anacronismo. Mezclar algunas características de las culturas antiguas con una
forma de arte moderno no crea un “arte nacional”. En los países del Viejo
Continente donde semejante artista existe, o existió, el arte resultaba de la
lenta diferenciación de los pueblos a partir de los tiempos arcaicos. Nunca fue
inventado de un solo golpe por intelectuales presa del nacionalismo. Lo
atestiguan las tentativas abortadas en Bretaña o Cataluña.
Sin embargo, no puede negarse que existe un arte mexicano,
rico y reluciente, que no fue creado por los artistas hoy en boga, sino que
emergió del pueblo o, mejor dicho, que sobrevive y se desarrolla entre la gente
aplastada por siglos de colonización feroz y de opresión religiosa bárbara,
ahora amenazada por el mal gusto norteamericano.
Lejos de haber salido de la nada, este arte es la prueba de
la rica cultura de las sociedades precolombinas y de la vitalidad artística del
pueblo. Los grandes artistas de antaño,
que decoraron numerosos templos (que pueden visitarse en México) con
suntuosos frescos, sobreviven en los retablos y las pinturas murales de las
pulquerías. Allí es donde se encuentra el arte en estado embrionario y no en
los grandes carteles publicitarios de Diego Rivera y otros. Hasta podría
decirse que, en México, los artistas profesionales son los menos artistas. Por
lo demás, es altamente significativo que las corrientes profundas del
pensamiento popular, la poesía del pueblo, hayan encontrado un refugio en las
pulperías.
Se sabe que la brujería pervirtió la sociedad mexicana y que
cualquier cosa dio pie a encantamiento y magia. Pese a la brutalidad con la que
se introdujo y al éxito con que poco a poco logró desplazar a los antiguos
dioses, el cristianismo resultó impotente para cambiar radicalmente el
pensamiento de la población, por la simple razón de que el clero invasor trajo
una religión tan cargada de brujería degenerada que a los indios no les costó
mucho trabajo conciliarla con sus dioses ancestrales. Los exvotos son los
descendientes de las figurinas que los indios ofrecían en gratitud o en señal
de apaciguamiento a sus dioses, así como de los numerosos topitones o dioses
del hogar que decoraban sus casas.
Las pinturas de las pulquerías tienen el mismo origen que el
pulque, jugo fermentado del agave. Poco alcoholizado pero de un efecto
devastador en las células nerviosas, el pulque era la bebida sagrada del
altiplano mexicano desde donde, gracias a la conquista española, se expandió
casi en la totalidad del territorio dominado por los aztecas. Parece que si
invención se remonta al imperio tolteca, que fue destruido por los barbaros del
norte hacia fines del siglo xi o principios del siglo xii. Aparentemente, el
pulque gozaba de la protección sobrenatural de los “400 conejos”. No se sabe si
se trataba de 400 dioses o de uno solo que llevaba este nombre: 400 es el
cuadrado de 20, número sagrado en el sistema numérico de los nahuas (junto con
el 4 y el 13). Metafóricamente significaba lo que era incontable (comparar con
la expresión francesa: “hacer los 400 golpes”). Por añadidura o como parte de
los 400 conejos, existían otros dioses del pulque, que cambiaban de una tribu a
otra, así como las leyendas relativas a su invención. La fabricación del pulque
estaba regida por mitos muy estrictos y, hasta hace poco, era la única bebida
de los mexicanos.
El origen mítico del pulque y su carácter sagrado hoy se
reencuentran en los números sinónimos poéticos de los dialectos y en los
nombres de las pulquerías.
Al igual que los nombres de los autobuses y los camiones,
los nombres de las pulquerías muestran el genio de los mexicanos y revelan su
sentido de la poesía y el humor. He aquí algunos ejemplos tomados al azar: “La
Línea de Fuego”, “Aquí Me Quedo”, “La Lucha por la Vida”, que se encuentran por
centenares. “El Tigre del Pedregal” hace alusión a un animal que había escapado
de un zoológico y había aterrorizado a los habitantes del pedregal de lava que
se extiende desde el volcán Xitle hasta las puertas de México. “La Mula de don
Cristóbal” evoca una divertida historia. Originalmente, la pulquería se llamaba
“Los Caballeros de Colón”, pero la Iglesia consideró que se trataba de un
insulto a la sociedad católica así bautizada (seguramente, el dueño de la
pulquería ignoraba su existencia), y la policía ordenó que se cambiara el
nombre. Con el objetivo de expresar sus sentimientos anticlericales, al dueño
se le ocurrió “La Mula de don Cristóbal” porque, en el lenguaje popular, mula
significa algo así como idiota. Además de los nombres que evocan anécdotas, los
hay de poesía pura y gratuita, como el de una pulquería que se encuentra en San
Bartolo Naucalpan: “Chifla el Mono”; otro en Pachuca: “El Viento de la Cabeza”;
o bien, en Puebla: “El Hueso”, que significa ganarse la lotería. Y, en fin, “El
Recuerdo del Porvenir”, que originalmente fue el nombre de la funeraria. El
siguiente dueño, cuando abrió la pulquería, no juzgó necesario cambiar el
nombre del establecimiento.
No es difícil establecer una relación entre los nombres de
las pulquerías y los de los camiones, de inspiración evidentemente más
humorística. Me acuerdo que un camión destartalado que resoplaba en una
pendiente abrupta y llevaba en la parte trasera la melancólica divisa: “¡Se
sufre, joven!” En la mayoría de los casos, se leen lemas pretensiosos que no
justifica el estado del vehículo. Por ejemplo: “Allá nos vemos”, que insinúa
una velocidad de la que no es capaz el camión. A veces, las inscripciones son
irónicas. Una de ellas hace alusión al viaje del presidente Truman a México con
“la vaca sagrada” convertida en “el chivo sagrado”, que significa algo entre el
astuto y espía policiaco. En esos casos, domina el humor.
El sentimiento artístico natural de los mexicanos se expresa
de mil maneras. El mercado más pobre convencerá a cualquiera del hecho. Por
ejemplo, una india en harapos lleva listones de colores vivos trenzados en el
pelo negro y vende pequeños montones de frutas, erigidos como pirámides
regulares. Allá, se ve un puesto de canastas de formas y colores muy variados.
Más adelante, un ceramista saca su mercancía cubierta de inscripciones
sentimentales.
El arte popular aparece por doquier; hasta las casas más
pobres de las afueras miserables de México están decoradas con flores, como en
los tiempos de la Colonia cuando el arte estaba bajo la protección de varios
dioses. Los dioses han muerto, incluyendo al de los cristianos, pero el arte
sobrevivió. Viajó clandestinamente. Vive humildemente en la choza de los
indios, donde sobrevivió a pesar de las tirarías, de las exacciones y de las
crueldades. Las poblaciones viven en condiciones tan precarias que apenas son
concebibles en Europa (salvo, quizás, en Rusia) y no obstante cuidan el menor
detalle que pueda embellecer su miserable existencia.
La permanencia del arte entre los mexicanos se debe ante
todo a la resistencia pasiva de los indios frente a los opresores. Una
resistencia que también estallaba esporádicamente en explosiones de inaudita
violencia. Los indios se las arreglaban para tener algunos momentos de ocio,
incluso si era preciso sacrificar lo indispensable. “El artista en la miseria”,
cuya imagen estereotipada nos es familiar, se origina en la misma idea. Al
igual que el artista popular mexicano, sacrifica lo útil a lo agradable y
reduce sus necesidades materiales al mínimo. Eso no siempre los llena de
satisfacción, al contrario.
La realidad es que no hay arte sin ocio. Estados Unidos,
obsesionado por la ganancia inmediata y absorto en desenfrenadas actividades
materiales, carece de arte como el lagarto de plumas. Allá, el hombre no tiene
tiempo para ser artista. En Francia, las condiciones de la vida moderna fueron
la causa de la desaparición casi total del arte popular. La expresión de arte colectivo
cedió el lugar a la creación individual con todos los vicios inherentes al
comercio y al mercantilismo, etcétera.
En México, aunque el arte dejó de ser colectivo, sigue en
parte anónimo. El artista es ante todo un artesano; nunca se le ocurriría
firmar el “bautizo” de una pulquería, ni la fabricación de una silla. La marca
registrada es la característica de la decadencia del viejo mundo de hoy; la
publicidad es una cosa inconcebible para un artista popular.
Las pinturas de las pulquerías representan el arte al
desnudo en la conciencia popular; lo revelan como las fumarolas de un volcán
anuncias la próxima erupción. El arte da nacimiento a la comunicación entre el
artista y su público, embarcados en el mismo navío, compartiendo el mismo
deseo, el uno expresado en las aspiraciones del otro.
Estas condiciones se dan cabalmente en los frescos de las
pulquerías, que participan a un tiempo de la vida material y espiritual del
pueblo. Reflejan el universo de las capas desheredadas de México, desde el
agave hasta la pelea de gallos, con sus terribles penas y sus alegrías
momentáneas.
Basta pasar frente a una pulquería, escuchar el barullo de
los cantos, de las guitarras, de los gritos (a veces, acompasados, hélas, de
disparos) para comprender el papel que juegan el lugar y su decorado en la vida
de los mexicanos. Es el eje mismo de su existencia, de su esperanza, de su
consuelo. Por eso quieren que sea hermoso, para que conserve la dignidad que el
dueño y los comensales ven en él. Los frescos de las pulquerías son
conmovedores y hermosos porque, de manera perfecta y auténtica, representan la
aspiración universal hacia la belleza desprendida de toda utilidad.
Benjamín Péret
[Texto publicado en inglés, en la revista Transformation,
número. 3, Nueva York, 1952, ilustrado con una fotografía de Manuel Álvarez
Bravo.]
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