Esa risa traviesa de la luz, por María Negro

 


A los siete años, mi hijo tuvo un grave accidente en uno de sus ojos. En los primeros momentos, uno como adulto trata de ser expeditivo y de colaborar lo posible con los profesionales, y todo se hace en shock, con la realidad cayendo despacio y el miedo, el mucho miedo comiendo desde adentro. 

Como no estaba inconsciente, me pidió que les avisase a sus tres amigas. Tuve fuerzas para hablar con una sola de las madres, la mamá de Serena, y con la pediatra de cabecera. La pediatra llegó al hospital en pocos minutos, con un blíster de calmantes para que me acompañasen, a discreción. La mamá de Serena y Serena llegaron un poquito más tarde. Sere traía para Lichi su peluche de dormir, por si algo le daba miedo en la cirugía. Todavía lo tenemos. 

La cirugía fue extensa, mucho más si sabemos que comienza desde el momento en que el cuerpo pequeño del hijo abandona la conciencia bajo la anestesia, en nuestros brazos, y entonces el terror tiene otra dimensión, tiene peso, y se le exige a la confianza en la vida, en los médicos, que ocupe todo ese enorme espacio que no tiene más nombre. Mi tía rezaba cerca de la puerta del quirófano, y lo hubiese hecho dentro si la hubiesen dejado. Seis horas más tarde, mi hijo despertó sin saber que había perdido la visión en el ojo accidentado. La noticia se dio en pequeñas dosis pero no pudo evitar el golpe.

Cuando le dieron el alta, su tristeza lo ocupaba todo. La alegría que compartíamos los miedosos, no le llegaba ni a la orilla del corazón. La llamé a la mamá de Serena, de nuevo, para avisarles que estábamos en casa. Apenas un ratito más tarde, Sere tocaba el timbre, con un bolso grande. No recuerdo haberle aclarado ninguna tristeza en el pequeño pasillo que llevaba hasta el cuarto de Lichi, sobre todo porque ese tiempo lo usó la nena para explicarme que se iba a quedar un par de semanas. Serena apoyó en una mesa el bolso que traía, miró seria a Lichi y le gritó “Vos no me hables de tragedia que engordé cinco kilos” y se abrazó la panza. Lichi se quedó con el Hola en la boca un momento y después, claro que importa el después. Después largó al mundo la carcajada más hermosa que le escuché en la vida. Después se estuvo riendo casi sin parar, mientras Serena seguía relatando los pollos, los helados, los panchos hijos de puta que se le clavaban acá, acá y acá y se señalaba la panza y los muslos y Lichi reía, y como en todo método científico, me dejaron aprender con la experimentación —a veces tan brutal— de que la risa es elemento del amor. Un invento humano para dimensionar el dolor en formas maleables, para hacerlo digerible, para recordarnos que la fragilidad nos pertenece y nos reímos de ella ante la finitud, la mortalidad. Amores como el de Serena, con la medicina exacta para el alma, le devuelven a la tragedia su verdadera medida. Y el humor debería ejercitarse como un derecho humano, una capacidad que la rigidez de los dolores nos agradecerían. No la risa del idiota, prima hermana de la anestesia, no. La risa de los guerreros, de los sedientos, los que harán valer ese vaso de agua para no abandonar el camino a ningún mar.


María Negro


Fotografía: Henri Cartier-Bresson

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