Sobre mi amigo Hugo Padeletti, por Florencia Abbate


Conocí a Hugo Padeletti en 1999. Nos presentó un gran amigo en común, el pintor Adolfo Nigro. Ese mismo año reseñé en La Nación su obra reunida, “La atención”, tres tomos de poesías que me deslumbraron tanto como su autor. Desde entonces nos veíamos siempre. Iba a su casa a tomar el té, y Dante, su pareja, nos compraba unas rosquitas con azúcar en la panadería de Perú y San Juan y nos las servía con humor mundano mientras nosotros volábamos en charlas metafísicas. En esos años escribí dos ensayos sobre su obra, “El secreto de lo simple”, un prólogo que me pidió para un libro que compilaba sus dibujos de los años 50 y 60, y “Con el nombre anticuado de beatitud”, que salió publicado en la revista santafesina Lucera. También, en 2004, reseñé su libro “Canción de viejo” en el Diario de poesía y titulé ese texto “Esplendores del ocaso”. Y es que la vejez de Padeletti esplendecía. Nunca me cansaba de escribir sobre su obra ni de leerla ni de conversar con él. Padeletti me regaló algunas de las mejores conversaciones que tuve en mi vida. Era un gran conversador, lleno de pausas, de silencios cargados de sentido (como su poesía), de sonrisas cómplices y amable ironía, de frases precisas, extremadamente lúcidas y a veces lapidarias. Cada tanto me tiraba el tarot, y escucharlo interpretar las cartas era todo un aprendizaje vital. Yo sabía que él creía ardientemente en eso. Más de una vez me llamó para decirme que tenía que cortar en forma tajante tal amistad o suspender una mudanza o interrumpir la publicación de un libro que estaba en proceso, porque se había “hecho una tirada” y las cartas lo indicaban. Así era él. Yo lo consideraba tan único, tan maravilloso, que le presenté a un par de mis mejores amigos, para ampliar sus círculo de amistades, y así fue. Quienes fuimos sus amigos sabemos que a medida que iba envejeciendo se fue volviendo más demandante y a veces era difícil seguirlo en sus andanzas, al andariego. Sus razonamientos no eran de este mundo, y uno estaba demasiado inmerso en los apuros de la vida cotidiana, por eso en los últimos años, nos vimos menos. Una vez, un día que yo tenía que viajar a Estados Unidos por tres meses, me llamó para pedirme que le llevara esa misma tarde un bonsai que era de Dante y que me había regalado cuando él murió. Otra vez me pidió que lo fuera a buscar en remise a un geriátrico en Nuñez y nos paseó durante todo el día por toda la ciudad con el motivo de que tenía que comprar un par de zapatos especiales y buscar unos libros místicos en su casa de San Telmo. Me contaba que en el geriátrico le daban unas pastillas y él se las ponía debajo de la lengua y después las escupía. Nunca confìó en los médicos y menos en la alopatía, y aunque a veces seguirlo resultara agotador, yo me divertía y lo admiraba porque estaba convencida de que en su locura había más verdad, más vida, más belleza y más inteligencia que en todo el sentido común de la gente. En 2007 le dediqué una novela, aunque a él las novelas no le interesaban, salvo Hermann Hesse. Padeletti me hizo varios regalos (además de libros y dibujos y collages de su autoría). Uno es una pila de cds que me pidió que le guardara y contienen toda su obra plástica digitalizada, a la espera de algún editor. Otro es un bodhisattva, una estatuilla blanca de cerámica china con la figura de una deidad budista que representa la compasión, a la que él siempre le encendía velas y que hoy tengo en mi biblioteca para acordarme de él cada vez que la veo. Pero el más preciado es una foto, en el patio de mi casa anterior, donde está él en con mi hijo bebé en brazos. A Padeletti no le gustaban los chicos, pero en 2009, cuando mi hijo nació, se tomó un taxi y vino a conocerlo. Fue el mayor gesto de amistad que me pudo dedicar, y pronto voy a buscar y subir esa foto, recuerdo de una tarde resplandeciente, ahora no tengo ganas. Su grupito de amigos siempre nos veíamos los 15 de enero, para festejar su cumpleaños. Este año, me cuenta una amiga en común, estaba cansado, tan cansado que decidió plantarnos: se fue del mundo cuatro días antes, al mediodía de hoy. Su alma queda. Ya estará dando vueltas por ahí viendo en qué puede reencarnar. Y no me cabe duda de que Hugo tuvo una vida muy feliz, 90 años siempre fiel a sí mismo, siempre creando y siempre muy por encima de esos falsos dioses que suelen ser el dinero, la fama, el poder, los mandatos sociales. Hugo siempre voló alto. Muy alto.
"Nadie sabe qué es
el corazón que late,
el tiempo que late y combate
y los grandes espacios
abiertos, que palpitan".


Florencia Abbate

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