En la soledad del camino de los árboles, por Juan Carlos Capurro


 
Uno nunca sabe lo que le espera cuando concurre a una cena. La frustración nace de las expectativas, siempre desmesuradas. Al menos en mi caso. Vivo idealizando a las personas.
 
En aquel verano de 1980, asistí a una cena, invitado por dos hermanas, voluntarias de la Cruz Roja de París. Simpáticas, a la manera parisina. Prometían todo. Una de ellas me gustó mucho. Imaginé su inteligencia. O mejor dicho, la establecí en mi corazón: alguien solidario y altruista no puede ser sino un ser maravilloso. Un alma gemela. Una amiga en perspectiva. Un amor latente.

La otra hermana, generosa también, sonriente, más distante, concurrió con su nuevo novio. Un médico afgano muy afable. La composición orgánica de la reunión me colocaba como pareja natural de la hermana restante. Eso fue lo que creí, con mi narcisismo de argentino peinado a la gomina de un tango que ya nadie baila.

Pero no adelantemos. 

La cena comenzó con unas empanaditas muy gauchas. Sentí que había algo de la patria en esa ofrenda. Mi partenaire, Jeanette, estaba atenta. Todo iba bien, hasta que surgió el tema de conversación. Imaginaba intercambios sobre nobles tareas solidarias, sobre el progreso de la humanidad, sobre las dificultades de la tarea. Eso me permitiría lucir con mis actividades en Argentina.

Para mi sorpresa, las hermanas comenzaron a hablar sobre gatos. Sobre el gato de angora de una; sobre el gatito abandonado, y ya establecido en el hogar, de la otra. El novio también aportó lo suyo. Contó cómo había salvado a su Michou de un horrible accidente. Los esfuerzos para curarlo. La suma extraordinaria que tuvo que pagar - tres mil francos- para que lo operaran. Allí se puso más animada la conversación: cada una de las hermanas hizo un balance de los gastos ocasionados por la atención veterinaria de sus felinos. Las sumas oscilaban en miles de francos de un lado al otro. A ello se le iban sumando, paulatinamente, anécdotas muy risueñas y simpáticas sobre las andanzas de los animalitos.

Entonces llegó la sopa. Jeanette trajo la olla, con un brebaje dorado, largamente preparado, según nos explicó, disculpándose por anticipado de su falta de habilidades culinarias. Pensé que ese momento habilitaría un cambio de conversación. Esperé. No me atreví a introducir otro tema, dejando la iniciativa a las hermanas. Me equivoqué. Ahora sé que debería haber hecho un esfuerzo. Pero no me atreví a ser impertinente. 

Durante la sopa, que estaba riquísima, las hermanas entraron en temas más íntimos. No solo las travesuras, sino también el amor, ese amor tan profundo, tan intenso, que transmitieron en la relación del felino con sus hijos, en un caso; de la manera de acompañar, en las buenas y en las malas, del otro, el de la hermana sin hijos. El médico, por su parte, no dio tregua. En cuanto pudo, luego de esas descripciones tan intensas, reflejó las suyas. Cómo supo su gato acompañarlo al llegar a París, en donde se lo maltrataba por su origen, de manera sutil, haciéndole alusiones indirectas sobre su acento extranjero. Entreví allí cuantas cosas estaban contenidas en la descripción de aquellos malos momentos con los que - en parte- me identificaba. Pensé que llegaría   mi hora. La de intercambiar experiencias sobre las dificultades de la vida. Poder decir lo que me generaba estar en Francia, donde a pesar de estar en mi casa, siempre sentía una distancia de sapo de otro pozo, de lejano, como un Rimbaud sudamericano, incomprendido. 

Pero no pudo ser. Porque al terminar la sopa, seguían dominando el territorio de la charla los felinos. A ello se sumó que, como buen porteño, yo esperaba que luego de la sopa viniese el plato de resistencia. Pero este no llegaba. Luego de largos minutos comprendí que nunca llegaría. Disimuladamente, decidí atacar algunas empanaditas que habían quedado sobre la mesa.

Mientras miraba el mantel con sus afables miguitas cristalinas, llegó el postre, original, repleto de crema, preparado por la anfitriona. Lo comimos con alegría, mientras ellos seguían hablando de sus gatos. Me di cuenta entonces: durante toda la velada yo no había podido decir nada. Fue en ese momento, en el que ya me había resignado a mi silencio, cuando el médico me preguntó, ante la expectativa de las hermanas, si yo tenía un gato. Le respondí inmediatamente que no, que yo nunca, nunca tuve un gato... No fui sincero del todo, aunque no lo hice a propósito. Porque conviví durante ocho años con una mujer que tenía cinco gatos. Y, actualmente - aunque no es lo mismo- tengo un gato de yeso al lado de la chimenea de mi departamento. Esas omisiones no nacieron de las heladas aguas del cálculo egoísta. Simplemente, no me animé a contar aquello que juzgué indigno de las proezas y narraciones que poblaron esa cena memorable.

Y allí terminó todo.

Cuando me fui de la casa, sentí un extraño humor, lleno de melancolía. En la soledad del camino de los árboles que me llevaban hasta el Metro, me quedé pensando qué impresión les hubiese causado si yo les decía que soy alérgico a los gatos. 



Juan Carlos Capurro



Fotografía: Gastón Ribba


 

Comentarios

  1. Un texto encantador que demuestra la espontaneidad del pensamiento y el manejo de la escritura.

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  2. Odile Girondo. Ezeiza 15.12.2215 de diciembre de 2022, 16:39

    Para reflexionar y reírse de la condición humana y de los gatos ! Humorístico y excelente manejo de la escritura. Bravo !

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  3. Cuando lo cotidiano se vuelve delicioso. Narrado con maestría!

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