De las historias que no son cuentos, por María Negro


De las historias que no son cuentos, la que más me gusta es aquella que dice que mi madre sólo tuvo dos novios. Con uno de ellos se casó, tuvo dos hijos, se aburrió, se volvió gris y triste, aunque insistió en cantar desafinadamente alguna que otra mañana. De esos dos novios, sólo con uno de ellos tuvo sexo. El otro, fue todo deseo. Un deseo inconcluso, platónico; que no pasó del apasionamiento de los besos que se daban a escondidas de mi abuela. Una vez cualquiera en que ella me acompañó a tomar un colectivo que estaba lejos de casa, frenó un auto y del auto bajó un hombre que no era mi padre, y le besó la boca. Ella pegó un grito de alegría, se volvió color ciruela de la vergüenza y me presentó a Ramón, mientras retaba a Ramón y le decía que cómo podía ser tan desubicado como para aparecer de la nada, cuarenta años después, y darle un beso de esa forma. Ramón se escabulló en el auto, con la misma celeridad con la que, mágicamente, había reaparecido en la vida de esa ama de casa cansada que ahora no podía parar de sonreír y me hacía jurar bajo todos los dioses que nunca, pero que nunca jamás le iba a contar a nadie de ese beso, ni de esa magia, ni de Ramón, ni de las cosas que solo le podían pasar a una bruja de su talante como era que un hombre, cuarenta años más tarde, aún la siguiera deseando.

Luego llegó la viudez, el miedo, la soledad, otras miserias que no son necesarias en la historia que no es cuento, pero que empujaron un poco a que yo comenzara a insistir que había que buscar a Ramón. Que la suerte es ancha, pero es mucho más ancha si uno la ayuda.

Los barrios, en definitiva, no le envidian muchas cosas a los pueblos. Una pregunta por aquí, otra pregunta por allá, y algo se iba a poder descubrir de Ramón que, en efecto, no se había mudado y tenía un flamante laburo de remisero.
Me costó un poco convencerla. La vi peinar un pelo que había abandonado a las canas, y luego la ayudé con unas sombras y un perfume que le daban un color distinto. Las arrugas de sus manos, mareadas de vida, iban de acá para allá y decían pero cómo puede ser, vos me haces hacer cada cosa, mira que si no está nos vamos enseguida, hasta allá hay que viajar, me duelen los pies con estas botas, pero cómo se te ocurre, vos estás loca, yo siempre dije que vos estás loca, nena.

Sobre los hombros, una capa negra para el frío, le daba un aire de diva que no podía disimular que el viaje no era un viaje vulgar, apático, cotidiano. En la esquina de la remisería tuve que ingeniármelas dos veces para que no se escape. Al fin, tomó aire y entró por la puerta en ese ambiente vacío, con olor a pucho impregnado en las paredes, con una piba que detrás de un escritorio vio como mi vieja alzaba la punta de su capa dos pasos adentro y como la punta de la capa, con la fuerza del impulso, comenzaba a tirar todo lo que había a su paso.

Viajar cuarenta minutos en colectivo para llegar a una remiseria donde, luego, tomaríamos un auto por seis cuadras. Ese era todo el plan. Y si la suerte, ayudada por el deseo, era buena con ella, tal vez Ramón estuviese trabajando en su turno y pudiera verlo un poco, o tal vez no, pero no había más esperanza que eso. La aventura valía la pena en sí misma. Bañarse. Vestirse. Peinarse. Pintarse. Salir del barrio hacia otro destino que no fuera el almacén o la verdulería.

Sospecho que era primavera. Porque si ella llevaba su capa, debía haber viento. Yo sólo recuerdo un sol enorme, y la tranquilidad de haberme quedado cautelosamente en la vereda donde entonces podía dejar que el pis casi aflojara de la vejiga con la risa mientras ella se llevaba todo lo que encontraba a su paso frente a la señorita de la recepción que, también, reía.

Por el quilombo salieron todos los choferes desde atrás de un biombo. “Un auto”, dijo mi vieja sin pedir perdón, sin levantar una sola cosa del piso, imagino que aterrada de pudor y envalentonada por eso mismo. Ramón la vio y pidió llevarnos. Le explicó a todos que mi mamá era su “novia del colegio” y que la iba a llevar él, y punto.

Cuando subimos al auto, él le pidió que se sentara adelante y fueron las seis cuadras más divertidas de su vida. La escuché reír, recordar una canción que tararearon juntos, se hicieron chistes en todos los sentidos y él frenó dos veces, innecesariamente, para quedarse charlando. Les pregunté si podía bajar, y llegar caminando al destino. Él dijo sí. Ella dijo no. Y como corresponde a las hijas que le hacen caso a las mamás, me quedé disfrutando de ese encuentro que no me pertenecía. De ese acto de magia ajeno con el que solo había colaborado con un empujoncito.

Llegamos, porque al fin todo viaje siempre termina, bajé apurada antes de que mi vieja pudiese decir algo, y Ramón entendió perfectamente el guiño. Una o dos veces me giré para verlos besarse, para verla sonreír entre esos besos, para guardarme en el recuerdo una mamá que se había olvidado del gris total que caía sobre ella y ahora tenía, de nuevo, dieciocho años, un peinado batido, una minifalda que paseaba en una plaza donde se escondía de mi abuela, un colegio y un novio que no la había olvidado jamás. Un deseo que había resistido el embate de los matrimonios, los hijos, las arrugas y cada pedacito cruel de la vida.

Salió del auto agitando su mano, riendo todavía. Me pareció que sus manos tenían tinta y caramelo. Se acomodó el pelo revuelto y, antes de que dijera nada, le juré por los dioses que no iba a contar nunca esto en un cuento.
Por eso esto es una historia. Por pura solidaridad con su pudor. Por todo el respeto que me merece el amor que es frágil como los viajes en remis. Por ese hombre que no era mi padre y la vistió de vida entera a ella, con su capa y sus zapatos apretados. Por la sonrisa de ella, hecha a imagen y semejanza del sol, que no puede apagarse con nada.


María Negro

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