Epílogo en la isla de las maldiciones, por Agustín Espinosa
Esta isla lejana, en la que ahora vivo, es la isla de las maldiciones.
Bulle a mi alrededor un mar adverso, de un azul blanquecino,
que se oscurece en un horizonte marchito, vacío de velas latinas y de
chimeneas trasatlánticas. Hay bajo mis pasos una masa de tierra parda bajo
puñales curvos de cactus, higueras mórbidas y aulagas doradas. Sobre unas
rocas frontales se desmayan las sombras violeta de unas garzas.
Yo, el hijastro de la isla. El aislado.
Asisto a la apertura del naufragio más largo de los siglos.
El anunciado tiernamente por el Apocalipsis. Aquel en que el sol se inmoviliza
de pronto, o en que su paso es tan tímido, que la vista o no acierta a
seguirlo o apenas si lo advierte.
Presiento que no se va a acabar nunca este ocaso, medido
como por un gran reloj cuyo péndulo corriera lentamente en cada oscilación
millares de kilómetros. Pendientes de él hay un nacimiento de aventura, un
huevo en flor y una pistola engatillada.
«Y yo no he traído hasta aquí –escribo– ni sus muslos de
nieve, ni sus manos hábiles, ni siquiera sus ojos desmesuradamente abiertos
dentro de un estuche sin leyenda…».
Vaga en el aire un alto oro de ausencia, como vigilia de
alma en pena, o sueño de niño agonizante, en lucha silenciosa con el paisaje
y sus recuerdos.
De quebrados rincones llegan ecos de alcobas secretas sobre
jardines enlunados; de balcones entreabiertos a noches profundas; de voces
impotentes de náufragos; de bancos solitarios donde yacen cadáveres de niñas
recién asesinadas; de hombres que corren por una calle larga en cuyo fondo hay
un cuchillo ensangrentado, un joven muy pálido y muchos angustiosos gritos de
hambre.
¿De dónde ha caído esa luz en que se han quemado mis manos
y las cartas donde mi único secreto vivía entre estremecidos temblores
agobiantes?
¿Quién es esa mujer que se ha arrojado al mar para no tener
que desnudarse más ante marineros, comerciantes y soldados, tan frágil y
blanca, que su cuerpo, un momento sobre el agua, se confundió con la espuma
marina y con la estela de la luna y con las alas de las gaviotas?
¿De dónde ha venido ese grito que ha interrumpido de pronto
la tarde y ha hecho volver a un mismo tiempo todos los ojos y todas las manos
hacia un mismo punto vago y distante?
¿Y de quiénes son esos cadáveres que ha tendido la última
marea sobre las playas del alba y de quiénes esas coronas de rosas y esos
pasos silenciosos sobre la arena en sombra?
Yo, el hijastro de la isla. El aislado.
Asisto a la apertura del naufragio más largo de los siglos.
Aquel que el golpear del pico de un cuervo lo mide sobre el corazón de una
virgen, y del que hay pendientes amarguras, óleos y sueños.
Cuando me asome, una noche, al espejo, con un candelabro
encendido entre las manos, veré amanecer tras el cristal mi imprevista vejez
precipitada por una lívida tarde sin proa.
Me voy hundiendo, atropelladamente, en un ocaso, que se hace
cada vez más hondo, precedido por la ávida cita de una estrella.
Una mañana, me despertaré huésped de mis alas maltrechas
y no volveré a dormirme, con ellas, acaso.
–
En Crimen (Tenerife, Ediciones de Gaceta de Arte, 1934)
(Extraído de Buenos Aires Poetry)
Obra: Pedro Roth
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