Los 36 peldaños de la mikve de Besalú





































Pastoureaux en el asalto de Verdun-sur-Garonne, sur de Francia, donde murieron 500 judíos. Autor desconocido, s. XIV (Chroniques de France ou de St Denis, British Library Royal MS 20 C VII, fol. 55v)

Astruga Sollam era una joven presa por un amor brutal, completamente loco, un amor que yacía sobre un pozo de nostalgia y que a menudo venía precedido de fiebres y temblores. Astruga había nacido por casualidad en Solsona, en el transcurso de una huida precipitada que llevaría a su familia por varias aljamas, Tárrega, Valls, Montblanc, hasta recalar finalmente en Besalú. Lo hacía en el seno de una familía judía originaria del sur de Francia, los Sollam, famosos coraleros marselleses asentados en Narbona que en el verano de 1320, ante la sacudida salvaje de los pastoureauxhabían decidido cruzar los Pirineos en busca de paz y protección. Desde niña Astruga había aprendido a lidiar con el miedo y la incertidumbre.

Durante los últimos años de su infancia conoce por casualidad a un niño cristiano, Guerau de Pedrinyá, un niño afable e inteligente que le contagiará entusiasmo y ganas de vivir. Aquellaprimera visión, aunque trivial, le conducirá años más tarde a la más fuerte de las pasiones. En sus comienzos la pareja solía dar paseos por la orilla del Fluviá, les encantaba caminar bajo la sombra de los olmos mientras compartían historias increibles de mundo aún por explorar. Fue en uno de aquellas días cuando Guerau le habló a Astruga de otro paseo en el cual el acompañante había sido otro, un sabio amigo de la familia, Samuel Duran, conocido como “Lo vell Sabi”. Duran formaba parte de esa oleada de refugiados judíos que habían sido expulsados del reino de Francia a principios del siglo XIV. Era físico aunque había ejercido la medicina en Arles y Tolosa antes de llegar a Besalú, donde su carrera tomará un giro inesperado, dedicándose en exclusiva al estudio de los eclipses. Durante aquel paseo el viejo Duran comparte un secreto con Guerau, le cuenta entre susurros que el fin del mundo está próximo, ante el estupor del joven, le aconseja que se limite a vivir, que no mire atrás ni hacia delante, que se abandone a la vida, pero sobre todo que sueñe, que no deje de soñar.



En la primavera de 1348, poco después de cumplir los quince años, Astruga vive en carne propia los efectos del primer azote de peste que asolará la villa. Como tanto otras jóvenes será obligada a pasar cuarenta días sin salir de casa, encerrada en su habitación, percibiendo la angustia desde su ventana. Durante aquellas jornadas trágicas el grito de los enfermos se colaba como polizón por los surcos hundidos de la piedra, una piedra que perdía su apostura, impotente ante el avance inapelable de la muerte. Sus padres, Mossé y Bonadona, actuaban con sigilo, como si hubiera en la casa un enfermo, como si fuera ella misma el foco causante del contagio. Días enteros sin dirigirse la palabra, nada, ni siquiera un gesto, sólo el recelo reflejado en la mirada del otro. La presencia de su abuelo, el instruido coralero, que entraba y salía como una sombra, tocando muy suavemente la puerta y diciendo en voz baja: “abrid, que soy yo“, le transmitía seguridad. Lo más duro eran las noches, en las que permanecían despiertos, callados y rígidos en la oscuridad, estremeciéndose cada vez que escuchaban acercarse a alguien a la puerta.

Nadie se mueve, todos tiemblan, Astruga se aferra a su amuleto y recita el shema una y otra vez:
“Shemá Israel, Adonai Elohenu, Adonai Ejad. Baruj Shem Kevod Maljutó Leolam Vaed.”

Nos encontramos ante la peste de 1348, más conocida como la peste negra. Los presagios del viejo Duran se están haciendo, día a día, realidad. La vida social del call se resquebraja. Ante el vacío absoluto, Guerau sigue al pie de la letra los consejos del viejo obviando las recomendaciones de su padre. Decide, cómo él mismo lo llama, darle una oportunidad a la vida. Ignorando las restricciones estipuladas por las ordenanzas oficiales se lanza a la calle en busca de Astruga, dice, para olvidar la muerte, para sentir la vida contándose historias, cantando, bailando y riendo. En cuanto Astruga ve la silueta confiada de Guerau asomando bajo el arco de la puerta el miedo desaparece. Aprovechando un descuido del vigía se pierden irrumpiendo a carcajadas entre las callejuelas del call. Hablan de lo que han vivido, de lo que alguna vez soñaron y, por encima de todo, de lo que les queda por vivir. Guerau la corteja sin descanso con canciones y sonetos, Astruga aún no lo sabe, pero está enferma.



Guerau y Astruga están perdidamente enamorados. Él, Guerau, hijo de Pere Ramón de Pedrinyá, prestigioso físico bisuldense, y ella, Astruga, primogénita de una saga de coraleros judíos en bancarrota, no temen a las diferencias, ni siquiera las entienden. A pesar de las tretas de ambas familias, Guerau y Astruga se creían juntos, a escondidas, sin que nadie les vea, y irremediablemente se enamoran al llegar a la adolescencia.

Guerau sabe que la presencia de la muerte es en realidad una invitación a la vida, y por ello, durante aquellas jornadas trágicas, se toma como un deber el hecho inevitable de actuar, de tomar decisiones que les conduzcan, a Astruga y a él mismo, al compromiso supremo. Y así, en un mundo sin salida, Guerau se entrega a la única decisión posible, se convertirá al judaísmo. Su aliado es un rabino de Girona que le promete discreción. Tal y como lo planearon les espera agazapado en un saliente de la plaza del call, a pocos metros de la escalinata que conduce a los baños. Sin valor no hay futuro, se convence Guerau. Agarrados de la mano se dirigen felices al encuentro del rabino. Es una felicidad palpable, real. Saben, porque lo han aprendido, que la única forma de dar constancia de que su amor existe es ser reconocido por otro, es decir, necesitan que alguien los vea, por eso llegan a la conclusión de que el encuentro con el rabino supone convertir su estado, hasta entonces ilusorio, en algo real. Y así sucede.
La micve de Besalú es especialmente bella, puede que no haya otra igual en el sur de Europa, no sabría explicar en que consiste su magia, pero está ahí, la sientes en cuanto pones el pie en el primero de sus 36 escalones. Puede que Guerau sintiera esa misma sensación, o puede incluso que fuera el amor de Astruga y Guerau lo que inoculara para siempre esa magia al lugar, quién sabe. Lo único cierto es que la micve fue redescubierta por el señor Esteve Arboix en 1964 en el transcurso de unas obras en una fábrica de tintes. Siendo así, pasaron quinientos ocho años, desde la última presencia judía en la villa, fechada en 1456, hasta la reaparición de los baños.
Guerau desciende desnudo los 36 peldaños que le separan de la micve, un atisbo de luz penetra imponente desde la ventana. Su piel blanca se eriza, un poso de melancolía recorre su espina dorsal dejándole sin aire. Guerau piensa en el camino recorrido, en el precio que ha tenido que pagar para un día llegar a ver la luz y constatar que hay vida, una vida que ha brotado de la nada durante los días del fin del mundo.
Marcel Maresch (para la revista Mozaika)

Comentarios

Entradas populares de este blog

Esa belleza, por John Berger

En el altar del Yo, por Juan Carlos Capurro

Mineros, por John Berger