El cóndor pasa, por María Negro
Qué habrá mirado Jaime Torres cuando cerraba sus ojos.
La música no es sólo matemática. Necesita ser descubierta en
el alma del instrumento, oída en la intimidad de cada parte de su posibilidad.
El charango es, según Jaime, el mejor amigo del hombre que camina la puna
cantando al sol a y su soledad. Un compañero. Un cómplice.
Este cómplice, esta herramienta de expresividad, no está al
alcance del Jaime muchacho que convive con migrantes italianos en un
conventillo del centro. Entonces, para iniciar el camino que convirtió al
coyita en charanguista, su padre trabajará con paciencia la madera, hasta
lograr con sus propias manos el milagro del pan y las diez cuerdas. Conocía la
madera, cuenta Jaime, pero sobre todo conocía a fondo el amor.
Acá, sin dudas, es donde debió comenzar ese pequeño milagro.
Como un niño recién nacido, el charango de Jaime tiene el
alma acariciada. Ha llegado a la vida por y para él. Jaime hará de esa infinita
capacidad de sonidos su espacio en el universo donde habremos tenido la fortuna
de haber espiado un cachito de felicidad al disfrutar su música. Pero el
espacio, el lugarcito donde se sucede la fiesta, ocurre detrás de sus ojos
apretados y felices, de su sonrisa imborrable, de la gestualidad con sonido que
canta y canta sin necesidad de voz.
Qué habrá mirado Jaime Torres cuando cerraba sus ojos.
Su cuerpo menudo se agiganta cuando los dedos juegan a
saltar la soga de las cuerdas, a pellizcar con delicadeza cada nota,
atentamente, saboreando la intuición de quien vuela agradecido por el paisaje.
Como un chamán, la magia atraviesa su persona, ejecutando el amor mismo cada
vez como si fuera la primera. Hurgan y sacan, hacen bailar, lloran pero sin
queja; las notas, las mismas escalas aplicadas, no son las mismas.
Otro universo
(el de atrás de los ojos de Jaime, el que no veremos) modifica, transforma,
abraza, cobija con ternura la simpleza de esa necesidad atávica de sentir la
tibieza, de sostener el temblor, de permitir que los ojos lloren, también, de
belleza. Como un cóndor, levanta al sol con la fuerza de sus garras, y nos ilumina las
emociones, hasta prenderlas fuego.
Pero, si apenas parece un hombre haciendo música, sin embargo es todo un cóndor, embajador de los cielos y las montañas. Se le notan las alas cuando no se aguanta la carcajada que explota detrás de ese carnavalito. Suda la propiedad íntima de un pueblo que nos sigue con la mirada desde lo alto de cualquier montaña hasta la llanura.
¿Puede ser, entonces, que todo ese universo se apague con la
muerte?
Para que eso ocurriese, hubiese alcanzado con vivir y
morirse.
El arte es otra cosa.
El cóndor sabe.
María Negro
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