Esa lenta belleza, por Juan Carlos Capurro
Cuando uno va más adentro, se cierra, muy despacio. Se hace
más denso, más poblado; y al hacerse más sólido, parece más profundo. La falta
de luz, sin embargo, ayuda a percibir mejor las formas. Las formas no se
repiten: son otras, cada vez más difíciles de entender, de clasificar. Aquello
que quedó atrás, al entrar, ya no significa lo mismo. Vamos, como La Gradiva,
hacia adelante, sin recordar por donde entramos, ni porqué. Nos preocupa lo que
veremos, a medida que vamos viendo, mareados por la belleza.
No estamos inquietos; solamente curiosos. Sabemos que en
algún momento encontraremos el límite. La luz del día, que se filtra -por
momentos- allá arriba, da seguridad: estamos en la tierra; y si cae la tarde, y
si llega la noche, serán entonces las estrellas.
Pero hemos entrado sin alguien que nos guíe; sin saber el
camino. Lo vivimos como un signo de relativo coraje. Sabemos que hay un
contorno, que debe haber huellas de otros pasos y, quizás, también haya otras
personas. Pero no lo sabemos de antemano, no lo sabemos con seguridad; no
sabemos.
Nadie sabe lo que puede un bosque, hasta que decide
atravesarlo. Hasta que entró en él y se fue modificando a sí mismo con el roce
de las espinas, con el silencio momentáneo, con la filtración de un rayo que de
pronto desaparece.
Todos conocemos, antes de entrar, el nombre del lugar.
Tenemos - creemos tener- una idea aproximada de su recorrido. Pero una vez que
entramos, el mapa, la brújula, sólo indican un sentido, no la duración del
trayecto, ni nuestra posibilidad de soportarlo. El bosque no está quieto; como
nosotros, está en movimiento.
Mientras avanzamos, el deslumbramiento inicial se convierte
en miedo: la Naturaleza no está allí para cuidarnos. Los pasos pueden ser
decididos, pero no por eso encuentran el límite de lo cerrado. Los animales no
atacan, por ahora; podrían hacerlo; podrían - tal vez más adelante- dejar de
respetarnos.
La certeza inicial deja paso a una inesperada fragilidad. ¿Alguien
sabrá dónde estamos? A medida que pasan las horas, aquello que era un recorrido
natural, se convierte en una soledad desconocida. ¿Cómo puede ser que algo tan
delimitado por la civilización como un bosque, pueda hacernos perder? Pero eso ocurre.
Recordamos los antecedentes. Hubo que salir a buscar a los
que se perdieron en sus noches, a veces para siempre. ¿No lo sabíamos cuando
entramos? Parece tan sencillo el camino en los primeros pasos. Nos tranquiliza saber que tenemos formas de
comunicación; ¿pero habrá posibilidad de tomar las señales en lo más cerrado?
Hay madera y hay frutos eventuales, y maneras de prender el
fuego; y hay gente - afuera- a la que quizás le importamos, que alguna vez se
interesaron por lo que decíamos. Pero no están, ahora, allí, en el bosque, para
escucharnos. Confiamos en salir, a pesar de que cada paso avanza en el más
adentro de una soledad que no conocemos. Algo tan simple, tan sencillo, tan
frágil como un bosque. Y, sin embargo, tan desconocido.
Existe allí, en esos momentos, un cruce de nuestras
fronteras. Mientras disfrutamos en la espesura, estamos, al mismo tiempo,
recorridos por la angustia.
Sin saber cómo salir, releemos el mapa, que cada vez
entendemos menos; miramos el imán en el
Norte, sin que esto signifique nada: como un límite que se vuelve a correr,
cuando creíamos haberlo alcanzando.
Eso no nos desalienta, todavía. A pesar de todo seguimos
caminando. No es posible quedarse quietos. Sería peor. Ya saldremos, estamos
cerca. Sabemos que lo haremos. Es evidente.
Otros ya lo hicieron. ¿Por qué habríamos de perdernos? Lo único preocupante es
que estamos solos. ¿A quién hablar? ¿A quién pedirle ayuda?
Así es la lenta belleza del dolor.
Juan Carlos Capurro
Muy, pero muy bueno!!!, Honorable Capurro. Me llego tan hondo que, por el momento, no encuantro palabras para expresarlo. La belleza a veces duele. Gracias
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