La cuesta de las comadres, por Juan Rulfo
Rulfo: Maestro, soy yo, Rulfo. Que bueno que ya llegó. Usted
sabe como lo estimamos y lo admiramos.
Borges: Finalmente, Rulfo. Ya no puedo ver un país, pero lo
puedo escuchar. Y escucho tanta amabilidad. Ya había olvidado la verdadera
dimensión de esta gran costumbre. Pero no me llame Borges y menos «maestro»,
dígame Jorge Luis.
Rulfo: Qué amable. Usted dígame entonces Juan.
Borges: Le voy a ser sincero. Me gusta más Juan que Jorge
Luis, con sus cuatro letras tan breves y tan definitivas. La brevedad ha sido
siempre una de mis predilecciones.
Rulfo: No, eso sí que no. Juan cualquiera, pero Jorge Luis, sólo
Borges.
Borges: Usted tan atento como siempre. Dígame, ¿cómo ha
estado últimamente?
Rulfo: ¿Yo? Pues muriéndome, muriéndome por ahí.
Borges: Entonces no le ha ido tan mal.
Rulfo: ¿Cómo así?
Borges: Imagínese, don Juan, lo desdichado que seríamos si
fuéramos inmortales.
Rulfo: Sí, verdad. Después anda uno por ahí muerto haciendo
como si estuviera uno vivo.
Borges: Le voy a confiar un secreto. Mi abuelo, el general,
decía que no se llamaba Borges, que su nombre verdadero era otro, secreto.
Sospecho que se llamaba Pedro Páramo. Yo entonces soy una reedición de lo que
usted escribió sobre los de Comala.
Rulfo: Así ya me puedo morir en serio.
La cuesta de las comadres
Originalmente publicado en la revista América
Nº 55, febrero, 1948
(El llano en llamas, 1953)
Los difuntos
Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los
quisieran pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito
antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía
ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que
a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con
buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.
Por otra
parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo
mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los
dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y
que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había
tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos,
nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban
desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres
era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón
y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo
eran juntamente de ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que
así era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte,
la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo,
alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y
desaparecía entre los encinos y no volvía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era
todo.
Y yo también
hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no
dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era
buen amigo de los Torricos.
El coamil
donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro
tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja
hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no
era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego
había un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían
crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran
muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la sal de
tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de echarle
tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y
eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se
fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo,
por donde llega a cada rato ese viento lleno del olor de los encinos y del ruido del monte.
Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que
les sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos.
Seguro eso
pasó.
La cosa es
que todavía después de que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo
estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los
techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban
en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir
fueron los aguaceros de mediados de año, y esos ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato. De vez
en cuando, también, venían los cuervos; volando muy bajito y graznando fuerte
como si creyeran estar en algún lugar deshabitado.
Así siguieron las cosas todavía después
de que se murieron los Torricos.
Antes, desde
aquí, sentado donde ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier hora
del día y de la noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá lejos.
Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por más que el aire las mueve
de un lado para otro, no dejan ver nada de nada.
Me acuerdo de
antes, cuando los Torricos venían a sentarse aquí también y se estaban
acuclillados horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá sin cansarse,
como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir a
pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban en eso. Únicamente se
ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que se podía seguir con la
mirada desde el comienzo hasta que se perdía entre los del cerro de la Media
Luna.
Yo nunca
conocí a nadie que tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era
tuerto. Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto
las cosas , que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber que bultos
se movían por el camino no había ninguna diferencia. Así, cuando su ojo se
sentía a gusto teniendo en quien recargar la mirada, los dos se levantaban de
su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo.
Eran los días
en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las
cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces
se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de
maíz y de calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento
que atravesaba los cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por
que, todos allí decían que hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que
cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como
si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres.
Luego volvían
los Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros
salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por
los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar.
Entonces la gente se apuraba a esconder otra vez sus cosas. Siempre fue así el
miedo que traían los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de
las Comadres.
Pero yo nunca
llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido
ser un poco menos viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin
embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que les
ayudé a robar a un arriero. Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como
que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más
estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a
mediados de las aguas cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a
traer unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba
cayendo una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo
de los pies. Después, porque no sabía adónde iba. De cualquier modo, allí vi yo
la señal de que no estaba hecho ya para andar en andanzas.
Los Torricos
me dijeron que no estaba lejos el lugar adonde íbamos. “En cosa de un cuarto de
hora estamos allá”, me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media
Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos a donde estaba el arriero era ya
alta la noche.
El arriero no
se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por
eso no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que
trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo
quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los Torricos. Les
dije:
—Ese que está
allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo.
—No, nada más
ha de estar dormido —me dijeron ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de
haber cansado de esperar y se durmió.
Yo fui y le
di una patada en las costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual
de tirante.
—Está bien
muerto —les volví a decir.
—No, no te
creas, nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la
cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta
el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa.
¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —fue todo lo que me dijeron.
Ya por último
le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un
tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los
Torricos me venían siguiendo.
Los oí que
cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de
oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó los gritos de
su canción y ya no pude saber si me seguían, hasta que oí pasar por todos lados
los ladridos encarrerados de sus perros.
De ese modo fue como supe qué cosas iban a
espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de
las Comadres.
A Remigio
Torrico yo lo maté.
Ya para
entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en
uno, pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron,
aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las heladas y
acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se
fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y parece que
ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo
todos los años y la calamidad de los Torricos todo el tiempo.
Así que,
cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaban bien vacías de gente la Cuesta de
las Comadres y las lomas de los alrededores.
Esto sucedió
como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz,
porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado,
aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el Torrico.
Ha de haber
andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro,
tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
—Ir
ladereando no es bueno —me dijo después de mucho rato—. A mí me gustan las
cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahí te lo haiga, porque yo he venido
aquí a enderezarlas.
Yo seguí
remendando mi costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y
la aguja de arria trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna.
Seguro por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
—A ti te
estoy hablando —me gritó, ahora sí ya corajudo—. Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un
poco cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro". Sin
embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le
quedé mirando, como preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió.
Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla
desprevenida.
—Se me seca
la boca al estarte hablando después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan
amigo mío mi hermano como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en
claro lo de la muerte de Odilón.
Yo lo oía ya
muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me
echaba a mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me
acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no
me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas.
—Odilón y yo
llegamos a pelearnos muchas veces —siguió diciéndome—. Era algo duro de
entendeder y le gustaba encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos
cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo algo, o te
quiso quitar algo o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y
tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber sucedido.
Yo sacudí la
cabeza para decirle que no, que yo no tenía nada que ver...
—Oye —me
atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la
camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego
ayer supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era
cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos
y el gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a
conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par de chivos que tenía,
y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que
si el costal se había llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme al
chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía caminar como yo quería.
—Sábete de
una vez por todas que pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea
el que lo mató. Y yo sé quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza.
—De modo que
fui yo? —le pregunté.
—¿Y quién
más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no
llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo
a ti.
La luna
grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de
mi casa la sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un
tejocote y que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi
que regresaba con el guango en la mano.
Pero al
quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria, que
yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener
una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi
lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del
ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego
se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse
poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y
con el susto asomándosele por el ojo.
Por un
momento pareció como que se iba a enderezar para darme un machetazo con el
guango; pero seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y
volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi
que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo.
Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la
lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arria del ombligo y
metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, allí lo
tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego
se quedó quieto.
Ya debía
haber estado muerto cuando le dije:
—Mira,
Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces.
Yo andaba por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo
maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir
encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y sabes por qué?
Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde
o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde había tantos que se
acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos
saber qué fue a hacer él a meterse con ellos.
«Fue cosa de
un de repente. Yo acababa de comprar mi sarape y ya iba de salida cuando tu
hermano le escupió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. El lo
hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque los hizo reír
a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de
pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo
aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
»Como ves, no
fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me
entrometí para nada.»
Eso le dije
al difunto Remigio.
Ya la luna se
había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las
Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di
unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la
iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a
cada rato.
Me acuerdo
que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo
que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando
cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran
parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes.
De eso me
acuerdo.
Juan Rulfo
Genial como siempre
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