Carta para Andrés (O «tu silencio ya me dice adiós»), por Pedro Lemebel




















Y quizás más allá de la última nube que oscureció el cielo de tu ocaso, me atrevo a escribirte sin saber realmente dónde volarán estas letras preñadas de vacío. Porque ya no estás, porque va no vuelves, porque decir nunca más, querido Andrés, resulta tan inútil como imaginarte nuevamente pintando la ciudad con el campanear tecnicolor de tu teatro circo. Por eso te escribo, tal vez desde aquella última vez que me encontré con Rosita Ramírez en el hospital San fosé, en esos pasillos fétidos a cloroformo y desinfectantes, y al preguntarle cómo estabas, una sombra gris entristeció el optimismo de su respuesta. Está un poco mejor, le escuché decir, y después de dejarte una breve nota, me fui más tranquilo pensando que aún teníamos Andrés Pérez para rato, que por fin habías logrado burlar la siniestra mano de la plaga que se llevó a tantos amigos nuestros. Quise pensar que pronto volvería a encontrarte recuperado y sonriente, porque no era justo que te fueras en la plenitud creativa de tu juventud. Pero no fue así, y un día, un telefonazo nos abofetea la dorada mañana de tu des pedida. Y sin creerlo todavía, asistí como un espectador más al teatro Providencia, donde, se presentó como una obra póstuma el montaje carnavalero de tu alegre funeral. Pero a pesar de tanto público que llenaba la sala, esforzándose por transformar la tristeza del sepelio en homenajes festivos, a pesar de que en el escenario relampagueaban las coronas, los inciensos, y es taba presente el arcoíris piojo de tu estética escenográfica, a pesar de la manga de travestis que llegó a las tres de la mañana para homenajearte con la música de Madonna y el famoso «Resistiré», de Gloria Gaynor, a pesar de las plumas y el retumbar de los tacoaltos maricuecas que hacían tambalear el ataúd con la fiebre disco, a pesar de todo eso, querido, una honda pena marchitaba la pirámide de rosas rojas, claveles amarillos y azucenas lagrimeras donde tú eras aquella noche la Cleopatra dormida de su teatral reino. Difícil resulta contarte cómo fue todo aquello; el desfile de figurines de teleserie con gafas oscuras que llegaban derramando una lágrima cosmética por la partida del genial maestro. Después un choclón de políticos que entre pésame y pésame, cacareaban con sus celulares colgados a la oreja. También creí ver algún representante del gobierno que traía los saludos presidenciales con un dejo de remordimiento. El testo, tus amigos, tus amores, tus admiradores, brindamos embriagados por la tristeza hasta que llegó el alba con su equipaje de colores. Nada más, ninguna música de circo que alterara la rutina aburrida de este caluroso Santiago. Ni siquiera tu rostro estampado en las portadas de los diarios podía revivir el carnaval patiperro de tu inagotable fiesta. Por eso, al nombrarte me cuesta tanto escribir nunca más.

Pedro Lemebel

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