Prólogo de GAP (Guía de Amores Porteños), por Carlos Cantini
Enamorarse en Buenos
Aires no es sencillo. La ciudad no lo es. Capital de un amor nunca
correspondido. De la búsqueda constante. De un derrotero inagotable. Buenos
Aires es la soledad dolorosa del desierto, el destierro melancólico del puerto,
la tristeza gris del barrio, el sueño inalcanzable del mito y la verdad
demoledora del tango. Sus referentes son especies dispares sin términos medios.
Mezclados en un alambique que destila un engendro mítico que representa a la
ciudad y se conforma de distintas energías. Animal de ficción. Fetiche
mitológico. El amor porteño es una Quimera. La Quimera vernácula es un
monstruo con cabeza de puma, cuernos de toro, cuerpo de pájaro, aletas de
insecto y cola de reptil. Mezcla rara
que yira repartiendo credenciales de distinta fortuna, según el barrio donde se
viva. Todas ellas describen –en la letra chica– personajes dramáticos con
guiones de vida que, a modo de huellas, reflejan lo arduo de la tarea y la
severidad del destino. No hay que olvidar que el tango rige nuestras conductas
y que estamos condenados a cometer torpezas irreparables y a sufrir pérdidas
inconsolables. Extrapolándonos de la leyenda mítica, la definición
enciclopédica de “quimera” dice: Lo que
se propone a la imaginación como posible y verdadero, no siéndolo. ¿Qué
quiere que le diga? ¿Acaso no funciona, también, como definición de la
porteñidad? La Quimera
en el amor representa un estadio sublime. Es un sentimiento de leyenda.
Pese a la frialdad del
pronóstico, aquellos que accedan a la Quimera del amor –ánimo, están entre nosotros–,
lo harán una vez que hayan conseguido dominar sus reacciones y superado
airosamente sus fracasos. En realidad, pocos sabrán si alcanzaron la meta
–¡Atención! nuestra borgeana
capacidad de imaginar ficciones
convierte, de tan reales, a efectos ilusorios en hechos terrenales–. Los
porteñxs tendemos a confundir un simple síntoma físico con manifestación
tangible corporal –llámese temblor, tartamudeo, falta de aire– con enamorarse.
O años de compañerismo, convivencia y fidelidad, con amor. No. Error. Los
amores porteños son apariciones fugaces. Encuentros fortuitos. Pasiones
espasmódicas. Tangos plateados por la
luna. Sin embargo, enamorarse no deja de ser una quimera.
El prototipo de amor
porteño es un ideal. Y como todo ideal, inalcanzable. Reúne una serie de
disciplinas, conocimientos y virtudes que completan un programa sin fisuras:
filosofía de café; sabiduría para el abordaje y seducción; escepticismo en cuanto
a la durabilidad del amor, fortaleza ante el dolor insoslayable. Recién cuando
se tengan aprobadas estas materias se estará facultado para gozar de un
sentimiento inigualable. Pero, nada es gratuito. Jugarse por un amor forma
parte del imaginario porteño, ponerlo en práctica es patrimonio sólo de unos
pocos. Hay que ser muy guapx para toparse con una Quimera en cualquier esquina,
café, reunión y jugarse por ella. El destino nos enfrenta en más de una
oportunidad a decisiones que fijan rumbos. Buenos Aires actúa como supermercado
mayorista de ofertas donde todos somos potenciales consumidores. Sin embargo,
pocos porteñxs corajudos aceptan las reglas del tango. Que regala excelsos
momentos gozados de a dos, pero que enseña los secretos de su danza luego de
soportar la irresistible actitud de lejanía, desinterés e indiferencia del otro/a.
De ahí que los porteñxs, generalmente –y esto explica el porqué de tanta gente
sola–, activen su memoria genética a modo de defensa. Saben que haber capturado
definitivamente una Quimera es correr detrás de un recuerdo, un tango
sentimental, por el resto de sus días.
Carlos Cantini
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