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Mostrando entradas de abril, 2019

Terrenal, con un pie en el ritual y otro pie en la tierra, por María Negro

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“Terrenal, pequeño misterio ácrata” transita su exitosa sexta temporada. Al sentarse en el teatro lleno, la pregunta que surge es cuál será el delicado anzuelo dispuesto que logra que cientos y miles de personas hayan elegido este ritual y no otro.  En Argentina y en el exterior, Terrenal convoca al público que se acerca con curiosidad a esa escenografía de colores obscuros, a esos personajes de rasgos acentuados. Diez, cien, miles, se disponen al silencio cuando el ritual comienza. Los diálogos en el escenario, no son cualquier diálogo. Hay en la dramaturgia de Kartún unas ganas bárbaras de hablarnos en nuestro idioma, de permitirnos reír compasadamente incluso como catarsis de esos encuentros de la palabra con nuestro significado íntimo. El humor es el idioma elegido, tal vez, porque es el único en el que seguimos creyendo. Dos hermanos a la espera de Tatita. Dos abandonados a su suerte en un espacio delimitado, donde cada uno de ellos construirá sus pequeños reinos, c

El día que el lobo se comió a Caperucita, por María Negro

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Una escuela pública de la ciudad de Barcelona acaba de eliminar de su biblioteca infantil el cuento de Caperucita Roja y un 30% de los libros por considerar que su lectura “fomenta valores sexistas y discriminatorios”. La comisión de género de la escuela Taber es noticia por llevar adelante esta medida donde aclaran que, en realidad, deberían haber quitado otro 60% de los libros pero no lo hicieron para no dejar la biblioteca ‘vacía’. Antes (y después) de tragar saliva con la noticia, habrá que tomar algunas consideraciones sobre el hecho. A saber, cuál es la responsabilidad social que tiene la literatura en nuestros actos, y cuál es nuestro deber frente a la literatura de nuestros antepasados. Como primera cuestión, considerar que aquello que forma nuestras conductas se encuentra dentro de los cuentos que nos han criado, es un análisis incompleto, pero no parece mal intencionado. Sobre todo en los cuentos que llamamos ‘clásicos’, de los que solo conocemos las ada

Tata Cedrón y su Jamaica Maru

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El Cuarteto Cedrón estará presentando su nuevo trabajo discográfico "Jamaica Marú", integrado enteramente por nuevas canciones, basadas todas en textos del poeta, periodista, narrador, dramaturgo y guionista Héctor Pedro Blomberg, célebre autor de La pulpera de Santa Lucía, apenas lo más recordado de su vasta obra, reconocida influencia fundante para González Tuñón. De las diez canciones del disco, siete llevan música de Juan Tata Cedrón y las restantes de Josefina García, Daniel Frascoli y Miguel López. Juan Tata Cedrón - guitarra y voz Josefina Garcia - cello Daniel Frascoli - guitarrón y acordeón Julio Coviello - bandoneón Domingo 28 de abril - 21 hs Café Vinilo Gorriti 3780 Reservas:  Café Vinilo Cuarteto Cedrón http://cuarteto-cedron.blogspot.com (FR) http://elcedroniano.blogspot.com (ES)

Las variaciones, el Angelus, los sueños y Capurro en París

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El hijo de la Duquesa de Alba, por Juan Carlos Capurro

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Sin razón aparente, BV, empleado de Asuntos Internos de la Policía Federal, aseguraba ser el hijo de la duquesa de Alba. No pretendía que se lo creyeran. En realidad, este aspecto (el que lo valorasen como hijo de una de las más grandes casas de Europa) lo tenía sin cuidado. Por un lado, esgrimía (quizás legítimamente) que no era importante ser hijo de una familia aristocrática. En el trabajo, un área restringida al público, pocos sabían que esa duquesa existía y que era la persona con más títulos nobiliarios del mundo. -Mi madre tiene muchos títulos, pero usa uno solo, el de la Casa de Alba, y de sus numerosos nombres, Cayetana, como su antepasada, que posó desnuda para Goya. Nadie le preguntaba nada, pero él explicaba igual. -Llegué a Buenos Aires porqué mi madre no quiso reconocerme públicamente. Afirmaciones habituales en estos casos, flotando el misterio de algún encuentro privado. El desarrollaba esta historia a su manera. -Mi madre tuvo un amor secre

El amigo del agua, por Adolfo Bioy Casares

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El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta (que por lo visto nadie compraba) en un local de la calle Bartolomé Mitre. A launa de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en los fondos del local, se acostaba en un catre, en el que dormía (o no) hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y, poco después, limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y, sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo se hundía dolorosamente en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes. Acaso hubiera una ventaja en esta vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas; por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla del lavatorio. La idea de que el a