El hijo de la Duquesa de Alba, por Juan Carlos Capurro
Sin razón aparente, BV, empleado de Asuntos Internos de la
Policía Federal, aseguraba ser el hijo de la duquesa de Alba. No pretendía que
se lo creyeran. En realidad, este aspecto (el que lo valorasen como hijo de una
de las más grandes casas de Europa) lo tenía sin cuidado. Por un lado, esgrimía
(quizás legítimamente) que no era importante ser hijo de una familia
aristocrática.
En el trabajo, un área restringida al público, pocos sabían
que esa duquesa existía y que era la persona con más títulos nobiliarios del
mundo.
-Mi madre tiene muchos títulos, pero usa uno solo, el de la
Casa de Alba, y de sus numerosos nombres, Cayetana, como su antepasada, que
posó desnuda para Goya.
Nadie le preguntaba nada, pero él explicaba igual.
-Llegué a Buenos Aires porqué mi madre no quiso reconocerme
públicamente. Afirmaciones habituales en estos casos, flotando el misterio de
algún encuentro privado.
El desarrollaba esta historia a su manera.
-Mi madre tuvo un amor secreto con mi padre. El comisario
V.- ya fallecido-fue custodia del general Perón durante el exilio en Madrid.
- Papá me trajo cuando el General volvió a la Argentina.
Nadie lo contradecía.
En concreto, ser hijo de la duquesa de Alba, en estas
condiciones, resultaba irrelevante. Podía, incluso, convertirse en una
maldición: un descendiente secreto de alguien importante carece de
réditos, tanto económicos, como sociales.
-Mamá se ha enamorado ahora de un hombre de mi edad, nos
dijo, un día. Sus compañeros lo miramos y luego de guardar el arma en el armario,
le dimos una palmada afectuosa y una sonrisa de comprensión.
El trabajo del hijo de la duquesa de Alba era monótono, pero
apasionante. Debía constatar que los datos en nuestras declaraciones juradas
fuesen ciertos. Casa propia, renta anual, esposa, hijos. El dato del dinero que
ganaban debía cotejarse con esas posesiones.
En su tarea era
estricto, sin dejar de ser contemplativo. Si algún dato resultaba
confuso, hablaba primero con el agente para tratar de solucionarlo.
Generalmente lo lograba, sin pedir nada a cambio. Posiblemente esta
característica afable de su personalidad,
hacía que nadie lo tomara demasiado a broma, cuando decía que era el
hijo de la duquesa de Alba.
Es cierto que a juicio de los pocos que habíamos procurado
averiguar quién era la duquesa, y cotejado algunas fotos, el parecido del hijo
con la madre era notable. No me refiero aquí al aspecto de los últimos años,
cuando la duquesa decidió hacerse algunos retoques faciales (criticados,
veladamente, por la revista Hola!), sino a aquella mujer que aparece,
resplandeciente, en la vida social de los años sesenta. Una nariz importante,
un poco ancha, y el mentón definitivo, rotundo, con una bajada elegante que tendía a perderse en el
cuello. Le faltaba al hijo, eso sí, la gracia andaluza de la madre.
-Yo no crecí en ese ambiente, decía el hijo de la duquesa.
Mi padre nunca quiso que yo bailase.
Según contaban en el departamento de Asuntos Internos, el
padre fue un gran policía, tanto aquí como en España. Originalmente no estaba
asignado a la custodia del general Perón, sino que era jefe de interrogatorios. Al parecer adquirió
mucho reconocimiento en esa compleja tarea. El ascenso evidenciado en las filas
de la policía española determinó -aparentemente por celos profesionales- su
abrupta salida del lugar de preeminencia que
ocupaba. Fue entonces cuando lo enviaron como custodia del general
Perón.
No está claro, sin embargo, como es que el agente habría
conocido a la duquesa. Según el relato del hijo, fue en un baile de gala en
casa de la familia Franco; algo improbable, ya que el General no era invitado a
ningún acto público, dada su condición de exiliado; pero no imposible, teniendo en cuenta -cito
al historiador Pavón Pereyra- “el carácter sociable y afectuoso de Isabel, su
tercera esposa”.
En otras circunstancias, el hijo de la duquesa de Alba
hubiese sido admitido por la alta sociedad local, entrando en los salones del
Jockey Club de Buenos Aires o el Ocean de Mar del Plata. El hombre de Asuntos
Internos, en cambio, formaba parte del
Deportivo Lugones, llamado así en
honor al hijo del gran poeta argentino, quien fuera un eficaz jefe de Policía.
¿Había algo más, aparte del eventual parecido físico con la
posible madre? Acá el tema entra en un
terreno complejo. Si, había algo más. El hijo de la duquesa tenía una foto de
su madre con quien indudablemente era su padre (digo indudablemente, porque el
comisario V. reconoció a su hijo y le dio su apellido). El padre está serio en
la foto; serio, pero, a su manera,
sonriente, junto a aquella que el hijo señalaba como su madre. La foto,
en blanco y negro, podría haberse obtenido en los salones del Palacio del
Bonete, perteneciente a la Casa de Alba; este palacio es el segundo en
importancia, después del de la Zarzuela. La foto no parece circunstancial,
tampoco es la típica escena del custodio que está en la puerta en el momento
que pasa una persona representativa. Al contrario: la duquesa sonríe
abiertamente, mirando a la cámara en escorzo, como jugando con el aire cómplice
del custodio. Lo llamativo es que no hay,
en la escena, ninguna puerta cerca, y se ve en el fondo un cuadro de
Velásquez, junto a dos jarrones de la dinastía Ming.
Esta foto permaneció celosamente guardada bajo el vidrio del
escritorio de Asuntos Internos, ocupado, durante los largos años de su vida
laboral, por el hijo de la duquesa de Alba. Nunca soslayábamos esa foto; la
mirábamos continuamente, con detenimiento. Esto puede atribuirse a la figura
del padre, muy respetado en la institución argentina por su trayectoria. Fue un
hombre de confianza del general OP, para quien trabajó en aquella época difícil
de nuestra historia.
En todos sus años dentro de la fuerza, el “madrugador” –
como lo llamaban, cariñosamente, algunos de nuestros colegas, por su conexión
con el alba- sobrellevó esta duda existencial. Ya próximo a jubilarse (tenemos
un sistema de retiro anticipado), BV
decidió seguir el consejo de uno
de nuestros mejores compañeros de trabajo, el comisario C.
-Debés terminar, de una vez por todas, con lo de tu madre.
Anda a ver al doctor T. de mi parte, que
es un gran especialista en estos casos.
Así fue como el hijo de la duquesa de Alba fue a verlo al doctor T., acordando lo
siguiente: a cambio del cincuenta por ciento de lo que se pudiese obtener a modo de herencia, el
abogado lo representaría aquí y en España. Para dar más claridad al acuerdo, BV
firmó un contrato, en el que se obligaba
a seguir al pie de la letra las instrucciones que se le dieran.
El hijo de la duquesa no quería obtener un beneficio
económico. Pero, cercano a la nunca desmentida posibilidad de morirse,
necesitaba aclarar este tema o llevárselo, sin más, al panteón policial de la
Chacarita.
Mi compañero sobrellevaba su dolor, secretamente, leyendo.
Su texto predilecto eran los aforismos de
José Narosky, que recitaba de memoria. Era feliz sintiéndose el hijo de
una mujer tan importante, aunque ésta lo hubiese rechazado. No guardaba rencor. Hay quien arroja un vidrio en la
playa, decía, citando a su maestro. Pero también hay quien se agacha a recogerlo.
El doctor T., considerado el mejor especialista en materia
de herencias, tenía su método. Había que presentarse, primero, en los medios de
comunicación. Contar la historia. Instalar el tema. Exigir el Adn. Y recién
entonces, poner en marcha los mecanismos
de la Justicia.
El hijo de la duquesa no estaba preparado para dar ese
enorme salto. Una cosa era decirlo ante sus pocos compañeros de trabajo que, a su manera, lo queríamos, y otra muy
distinta, hacerlo ante millones de espectadores.
El momento – según estimaba el doctor T- era el adecuado. Ni
la madre, ni su familia, podían negar el tema, porque negarlo era ya una manera
de reconocerlo. Por otra parte, el policía se estaba por retirar de la fuerza,
lo que lo eximía de rendir cuentas ante un inevitable sumario, por conducta
indecorosa. “Los problemas personales se ventilan dentro de la Institución”,
establece nuestro reglamento.
El abogado T., hijo y nieto de notables jueces, no era un
improvisado. Tenía en su amplio despacho jurídico todo lo necesario, incluido
un verdadero estudio de televisión,
donde hacía practicar a sus clientes.
Durante semanas, BV fue entrenado para hablar frente a las
cámaras. La mitad de la batalla- decía el doctor T., pensando quizás en la
mitad de la herencia - se gana en la televisión.
-Llore, hombre, llore; usted tiene que llorar, le
recomendaba el doctor, en los ensayos. Pero el policía era un hombre honrado.
No sabía, ni quería, fingir. ¿Por qué, si él era – efectivamente- el hijo de su
madre?
BV se negó a llorar, a pesar del contrato que lo obligaba a
seguir las instrucciones del abogado.
-No se preocupe, le dijo T.. Ya lo lograremos cuando lo tengan
una hora en televisión. Esos quiebran a cualquiera.
El clima general de la sociedad de aquellos años, a su vez,
no pudo ser más propicio para esta denuncia. La fábrica de Cojinetes, de
bandera nacional, acababa de quebrar y ser expoliada por un grupo de desalmados
empresarios españoles, luego de la privatización. Perseguidos por la Justicia,
huyeron del país, llevándose los depósitos bancarios.
Muchos recordarán lo sucedido. La aparición en televisión de
un hombre sencillo, que alegaba haber sido abandonado por una gran noble
española, no necesitó de mayores explicaciones. ¡Lo que faltaba! ¡También
despojan a los niños!, decían, a micrófono abierto, los encuestados callejeros.
Aquel hombre maduro pasó a ser, en el imaginario colectivo, un pequeño abandonado.
Con esa perspicacia que caracteriza a los pueblos, nadie
quiso tener en cuenta que BV - como su padre-
fue policía en la época de la dictadura, situación que siempre genera sentimientos
contradictorios. Al escucharlo, todos se daban cuenta que era solo un empleado
administrativo, un hombre bueno.
En el programa de la tarde de Rogelio Eriza, (el más visto
en ese entonces) BV, finalmente, lloró. Algo que no se había logrado, a pesar
de todos los esfuerzos, en ningún otro espacio. Fue cuando, intempestivamente,
le mostraron un video de su madre, joven, galopando en una feria de Semana
Santa, ante el aplauso de una multitud que llevaba en sus brazos a la Virgen
Gitana de las Angustias. En el arrobo del momento, puede verse cuando depositan
en el piso, respetuosamente, por unos instantes, a la Virgen, para poder
expresar su alegría con las manos.
Aquellas lágrimas del hijo fueron calladas, pequeñas, pero
la cámara las mostró en primer plano, para que no quedasen dudas.
Rogelio Eriza fue muy discreto en ese delicado momento. Dejó
pasar unos segundos antes de preguntarle: ¿qué le diría a mamá si la tuviese ahora frente a usted? La
clave de Rogelio fue utilizar la palabra “mamá”. Nunca antes alguien le había hablado así, cariñosamente,
de su madre .Rogelio se levantó de su sillón, acariciándole suavemente el
hombro. El hijo de la duquesa de Alba balbuceó entonces, con ternura: "te quiero mucho, mamá" rompiendo
en un llanto, ahora sí, verdaderamente desconsolado. Rogelio lo abrazó,
mientras la señora de M., que también participaba en el programa, sentenció:
solo un hijo hace esto.
Lograda la repercusión pública, la otra mitad del asunto, la
judicial, tuvo un trámite más complicado. Ante la repercusión del caso, voceros
extrajudiciales dejaron trascender que solo se aceptaría como prueba la
realización de un ADN.
Desde España no hubo
ningún comentario o comunicado al respecto. La familia, como la Duquesa, se
colocó en una abierta posición de
silencio. No contradijo ni negó la veracidad de la información.
Lo inesperado fue la
trascendencia que BV adquirió al recitar, con gran éxito, los aforismos del
escribano José Narosky. Invitado a la mayoría de los programas televisivos, los
mezclaba, espontáneamente, con sus respuestas. La vida es una pequeña luz entre
dos oscuridades. Todo soñador tiene asegurada una porción de felicidad. No es
amigo quien ríe mi risa, sino quien llora mis lágrimas. Los dueños de la verdad
siguen buscándola. La sed de verdad es insaciable. La felicidad está en mil
cofres y todos tenemos una llave.
De todos los aforismos, el que se convirtió en el favorito
del público fue aquel que BV citó, cuando le preguntaron si estaba interesado
en la fortuna de su madre:
-Cuando el Amor es
Rey, no necesita Palacio.
La frase se hizo muy conocida.
El doctor T., por su parte, no tenía tiempo para aforismos.
Y exigió al juez un ADN con la familia española. La justicia -previa consulta
con el fiscal S.- negó el pedido, por ser jurisdicción de otro país. Esto dio,
al caso, un giro inesperado, ya que sin ADN nunca podría comprobarse la
identidad.
Fue entonces cuando en el programa aquel de los jubilados donde el conductor era un hombre que se reía todo el tiempo, sin saberse el
motivo, le preguntaron a BV lo siguiente:
-¿Cómo piensa usted obtener la prueba del ADN para
demostrar, de una vez por todas, que es quien dice ser?
El hijo de la duquesa se quedó pensativo durante unos
instantes. Al principio pareció desorientado. Pero contestó tranquilo.
-Eso es muy fácil. Bastará con ir hasta mi oficina. Allí,
bajo el vidrio de mi escritorio, está la foto de mis padres. Mi madre la besó
muchas veces, según me contó papá.
Inmediatamente, en el silencio del estudio, y sin otorgar
importancia alguna a su comentario, pasó a recordar otro aforismo de Narovsky,
vinculado al cuidado de las esperanzas.
-Es preferible – dijo- vivir con una bella ilusión. La
certeza siempre es amarga.
Esa noche, al regresar a su casa, BV trató de prender el
interruptor de la luz. No funcionaba. En penumbras, dio algunos pasos. Un grupo
de personas se le abalanzó y comenzó a golpearlo duramente. Cayó al piso. Ahí
le siguieron pegando, durante largos minutos.
-Creo que eran mujeres-, me confesó, telefónicamente, esa
misma noche.
- Tenían una fuerza increíble. Me pateaban en el piso... Me parece que eran
españolas; no sé, escuché su jadeo, eran como un panal de abejas. Lo único que
recuerdo es que repetían la palabra: ¡Gilipollas! ¡Gilipollas!
Nada más pude entender de lo que me decía, con la voz
entrecortada. Cuando quise preguntarle algo, me colgó el teléfono.
Al día siguiente, cuando BV llegó al trabajo, fue hasta su
escritorio, levantó el vidrio, tomó la foto
y se fue a la cocinita, donde hacemos el café y las sopas. Lo hizo
despacio, como siempre. Pero algo en su lentitud me llamo la atención. Cuando
llegue al lugar, ya era tarde. Estaba quemando la foto.
- ¡No! ¿Qué hacés? ,
le grité, mientras trataba de sacarle la brasa de las manos, ya totalmente
hecha cenizas.
Traté de abrazarlo: me aceptó mansamente. Lo noté perdido,
con la mirada muy lejana. Los brazos le caían como pesas.
-Se acabó, me dijo. La quemé. Quemé a mi madre..Si la
rompía, todavía podían quedar posibilidades, algún arreglo...
Después tomó un poco de aire y con el rostro duro, como
nunca antes se lo había visto, agregó:
-Yo no quería ni el dinero, ni la fama, ni nada. Lo único
que yo quería era que mi madre me reconociese, que estuviese orgullosa de su
hijo. Pero mirá lo que me hicieron...
Me quedé callado, mientras pensaba que mi amigo tenía parte
de razón: fue siempre un policía honrado, cumplidor; su conducta intachable
nada tenía para ser objeto de reproche, ni siquiera a la luz del linaje de su
familia putativa.
Poco después de ese triste episodio, el hijo de la duquesa
de Alba se jubiló. Y, a instancias del escribano Narovsky, de quién se hizo muy
amigo, publicó su propio libro de aforismos.
Nunca más quiso hablar de su madre.
A Gabriela Cabezón Cámara.
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