Aquel que siguió sin piedad sus obsesiones más intensas, por Daniel Weber


En noviembre se cumplieron 30 años de la muerte de Federico Fellini. Cuando se estrenó La dolce vita, en 1960, lo escupieron en la cara, una mujer elegante lo maldijo deseándole “morir ahogado en el mar con una piedra atada al cuello”; se sumaron escándalos, condenas y acusaciones de todo tipo. Los chupacirios de todas partes aborrecieron la película, y maldijeron a Fellini como a un sátrapa pagano, destructor de la familia. 
Pero Federico, nacido sobre el mar, en la provinciana Rímini, que aparece funambulesca en muchos de sus filmes, pero sobre todo en Amarcord, ya tenía toda una trayectoria antes de La dolce vita. A los 20 años huyó a Roma en pleno auge del fascismo; trabajó como periodista, guionista, ilustrador, y estuvo junto a Rosellini en la creación del neorrealismo italiano. En sus primeros trabajos ya asomaban los temas obsesivos: el circo, la religiosidad, las relaciones humanas, la pareja, la seducción. Pero de toda esa pléyade de grandes directores, que fueron sus contemporáneos, y pese a las acusaciones, Federico era el único católico. A su modo, pero católico. Irónico, socarrón, nostálgico, pero piadoso, porque el mismo Visconti, de familia rica, mundano y de gran cultura, destilaba un oscuro escepticismo religioso, allí donde Federico soltaba burla y compasión. Visconti ve a la burguesía desde dentro, a la que pertenece por educación, y desde allí despliega sus miserias más íntimas, porque las ha vivido. El otro, Federico, las expone desde la panorámica al plano detalle, pero con la mirada del afuera, una observación política articulada en lo social. El crítico feroz que es Fellini, no desplaza al moralista, y advierte sobre la sociedad hipócrita y destructiva que se construye en la posquerra.
Acusado de erotómano, obseso sexual, la mirada de Fellini sobre la mujer es sin embargo totalmente innovadora, difícil de asimilar para la religiosidad italiana, y llega a plasmar en “La ciudad de las mujeres” de 1980, una visión de la problemática adelantada a su tiempo en cuanto al empoderamiento. Allí donde la crítica pedestre solo observó y se quedó con el exhibicionismo, yacía una mirada revulsiva que devolvía al espectador la imagen patética de la sociedad y la familia tradicional, del sexo y sus ritualidades esquemáticas, de los roles y las demandas en una estructura patriarcal que hacía agua por todos lados.


Daniel Weber


 

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