No se puede matar a la lluvia, por Juan Carlos Capurro

 



No se puede matar a la lluvia. ¿Pero sería posible manifestarle nuestra indiferencia? La lluvia no se enteraría, pero la satisfacción que da el desprecio hace crecer, en ciertas almas, una secreta alegría. No podré dominarte ni tenerte, pero a mí no me importa. 

En la novela “El Llovedor” de Marcelo Rubio sucede lo contrario. Un pueblo necesita acabar con la sequía, y entonces, aunque odia la lluvia, como todo amante al amado elusivo, convoca a un extraño experto para producirla.

Una vez que entramos en ese pueblo, entramos en su lógica. Una lógica no calculada, por la que terminamos en un laberinto que se presenta, al inicio, como un paseo lineal, llevado por calles inocentes.

La magia de esta novela es que nada de lo que esperamos sucede, hasta que ocurre. Cuando ya no lo esperamos. 

Lo mismo le sucede a sus queribles personajes, que recuerdan tanto a esos hermanos impasibles del lejano altiplano: nunca sabemos que estarán pensando.

¿Van o vienen? ¿El que hace llover se escapara con el dinero de la gente hoy, nunca, o la semana que viene? ¿Lloverá finalmente?

Esas santas y abnegadas mujeres que sufren ¿sufren o son las causantes de su propia sequia?

Rubio oculta que él vive en ese pueblo, por eso conoce a sus habitantes.

Es un pueblo donde la gente habla poéticamente sin darse cuenta. Hacen poesía como respiran. Y una vez que nosotros entramos allí, empezamos a respirar del mismo modo.

En la larga tradición de un lenguaje americano, Rubio logra una obra propia, plena, cargada de una chaya que suena atrás de los cerros inexistentes de la pampa, como un grito de lucha contra la tristeza.

Logra así la alegría de los milagros. 

“La diferencia entre un trueno y un disparo bajo la lluvia es la sangre”


Juan Carlos Capurro


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