¡Santo Domingo, Robin!, por Juan Carlos Capurro
O de cómo la novela de Cantini, “El huevo de la yarará”, descubre un nuevo género literario: el desconcierto salvaje
Todo comienza en Ezeiza, cuando un psicólogo entrenado en el exilio sueco, regresa a Buenos Aires para cumplir con un encargo.
El comienzo es tranquilo. El argentino llega al país de sus padres. O eso creía, hasta que luego de unas pocas páginas lo que le va ocurriendo entra en un terreno que, si dijéramos que es fantástico, no diríamos nada. Porque se entra, como en Lewis Carroll, al otro lado del espejo. Salvo que en lugar de conejos enormes y huevos que hablan, acá nos encontramos con todos los problemas de la Argentina.
Por suerte, en lugar de que el narrador sea Luis Majul, se trata de Cantini, que nos mete de lleno en un delirio ordenado, valga el muy porteño oxímoron.
Pero vayamos despacio.
El psicólogo entra en contacto con una mujer muy bella. El lugar del encuentro no puede ser más objetivamente borgeano: la Biblioteca Nacional. Hasta aquí todo transcurre dulcemente. Pero un minuto después entramos en una carrera de sucesos que en el cine sería digno de Wes Anderson. Pero aquí, que no se trata de cine, sino de literatura, no hay copia. Lo que va ocurriendo es único. Y su ritmo es tan vertiginoso que hay que prepararse para no ponerse a pensar, si no para dejarse llevar.
Y entonces pasa de todo.
Los sucesos se encadenan con la letra de canciones de Spinetta, con Batman, con Robin, y con otros muchos personajes identificables. Claro que lo que les va ocurriendo no permite, a pesar de reconocer a los personajes, adelantarse a la trama. No estamos preparados, al principio, para seguirlos. Ellos nos siguen a nosotros. En esta novela uno se va entrenando, como para toda carrera de fondo, sobre la marcha.
No vamos a revelar mucho más de la trama. Solo diremos que ese aquelarre de personajes diversos que van apareciendo, confluyen finalmente en la iglesia de Santo Domingo, ese apacible lugar histórico, que por el ingenio de Cantini se convierte en un verdadero quilombo, en su acepción más porteña.
Allí pasa de todo.
Y como fue escrita en el medio del año 2001, encaja sin ninguna moderación ni esfuerzo en la Argentina actual, dónde todas las eventuales exageraciones del autor sobre aquel periodo cobran una dimensión visionaria sobre lo que ahora nos está ocurriendo, no solo aquí, sino en París, el castillo de Buda, a orillas del Danubio, o en una verdulería en Shanghái, por citar lugares que podemos ver —sin exaltarnos demasiado— en el Canal 26 los sábados por la noche.
A diferencia de la televisión, que apacigua lentamente las neuronas, la novela de Cantini las pone a trabajar y mucho. Aburrida no es. Alabado sea el arte.
Para terminar con esta improvisada crónica, escrita al pie del caballo en cuyo galope vertiginoso hemos terminado de leer la obra, agrego que la novela ganó el premio del Fondo Nacional de las Artes, mientras en el techo de la Casa Rosada estaban ensayando cómo aterrizar helicópteros.
Distinción que, por modestia, Cantini no consignó en la edición, pero que este cronista —que es a veces muy impresionable— no puede dejar de destacar, porque la obra está a la altura de ese reconocimiento otorgado por un jurado convocado por Noé Jitrik.
Juan Carlos Capurro
El huevo de la yarará, Carlos Cantini
Editorial Caburé (2025)

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