Los magos homeopáticos, por Juan Carlos Capurro


En el barrio de San Telmo, sobre el Pasaje… existe una asociación filantrópica conocida
como “Los Magos Homeopáticos”. Son tres. Uno de origen húngaro, otro italiano y el
tercero francés. Su actividad no es secreta, pero pocos la conocen. Es posible que el
origen de la congregación se remonte a 1871, durante la Comuna de París. Cómo
llegaron a la Argentina es, hasta ahora, un misterio.

Para entrevistarse con ellos alguien debe presentar al postulante. Eso se hace por escrito,
explicando el motivo de la consulta, señalando sus rasgos generales. Se prohíbe entrar
en detalles. Tampoco debe mencionarse el nombre ni la actividad del presentado.
Aproximadamente una semana más tarde, los magos comunican si aceptan la entrevista

Los temas de las consultas no pueden ser médicos. Los magos solo admiten consultas
sobre el alma. Eso coloca un límite: hay que creer en la existencia del espíritu.

Los tópicos son variados en este aspecto: amor, desilusión, engaños de la vida, parálisis
creativa, falta de entusiasmo ante gobiernos populares… el abanico es tan amplio como
imaginemos.

El procedimiento, una vez obtenida la cita, es sencillo. La persona debe esperar en el Bar
Británico, generalmente a las dieciocho horas. De pronto se acerca a la mesa una mujer,
conocida como Blanca, que le pide al postulante que lo acompañe, siendo llevado hasta el
Pasaje…, a una casa muy antigua, con un patio interior repleto de macetas con malvones.

En un cuarto bañado por aroma de sándalo, sobre una mesa larga de pinotea, esperan
los magos. No están vestidos de manera especial, pero tienen pequeñas particularidades:
el italiano usa siempre pantalones rojos; el húngaro, unos anteojos blancos como los de
Victoria Ocampo; el francés, se viste todo de azul. No hay música en la sala. Pero se
escucha, lejana, la vibración del agua. En las paredes, sólo hay una foto de Pier Paolo
Passolini. A su lado, el poema dedicado a las madres. Los grandes ventanales del cuarto
están cubiertos de un sencillo lienzo blanco. El lugar es muy limpio, como el aire es
luminoso de una manera extraña de describir. Blanca, la asistente, está siempre presente,
vestida de rosa. Tiene una mesita al costado de la gran mesa en la que, mientras se
realizan las consultas, ella acaricia levemente un cuenco de cuarzo.

Yo fui a consultarlos por lo que me pasó con…, que alegaba amarme profundamente y
me dejó abandonado de un día para el otro. No era para mí un asunto ni repetido ni ligero.
Estaba devastado.

Al llegar, el mago húngaro, sin que yo hubiese llegado a poder explicarle nada, me dijo
directamente:
- Si usted ya lo sabía, ¿Para qué se embarcó en el asunto?

Estaba por contestarle, cuando el italiano me preguntó:

- ¿Está seguro que quiere saber la solución?

Sin darme tiempo a responder, el francés afirmó:

- Lo mejor es que usted ponga un aviso…

Me quedé callado… esperando.

- Un aviso en el Parque Lezama, que diga:
“Perdí un gato color esmeralda. Si me lo trae, le daré la piedra de Antalusa”…

- Anote bien: piedra de An-ta-lu-sa…

El húngaro me miró fijo durante unos segundos y agregó:

- Si alguien le responde ese aviso (no se olvide poner su teléfono de contacto),
usted estará curado.

Como los tres se quedaron callados, pregunté entonces cuanto les debía.

Me contesto el francés:

- Nada. Si le responden, y usted siente que su alma está en paz, nos envía lo que le
parezca justo, a través de la persona que nos recomendó.

Entendí que daban por concluida la entrevista. Me fui.

La idea me pareció ridícula. Como todos sabemos, no hay gatos color esmeralda…
Busqué en la Enciclopedia Británica, la piedra de Antalusa. Inexistente.
Pero hice lo que me dijeron…

Pocos días después, recibí un llamado. Una mujer alegaba haber encontrado mi gato…
Me preguntó dónde quería que lo llevase. Le pedí su teléfono, me lo dio y quedé en
llamarla.

La voz de la mujer era joven, resuelta. ¿Sería bella?

Lo concreto es que al día siguiente la llamé e hicimos una cita en el mismo Bar Británico.
A la hora fijada, se presentó una hermosa morena vestida con una túnica color esmeralda.
Soy Higa, me dijo. Y sin sentarse a la mesa abrió su mano izquierda y me preguntó: ¿es
éste? Yo me quedé primero mudo y luego le contesté:

- No, no es ese…

- Disculpe, me respondió. Este debe ser entonces de otra persona. Y se fue.

Esa noche dormí aliviado. Mi angustia fue bajando con los días. Dejé de pensar en… Mis
únicos pensamientos estaban vinculados a los magos homeopáticos, a Higa y al gato
color esmeralda. Un mes más tarde todos mis dolores habían desaparecido.

Cumplí entonces con lo convenido, enviándoles una suma importante a mis curadores.
Pero al día siguiente, mi amigo, el que me había recomendado con ellos, vino a verme,
devolviéndome el dinero enviado.

- ¿Pero por qué? Le dije a mi amigo…

- Ellos dicen que vos no tenés cura.


Juan Carlos Capurro


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