El pedido de Abayomi, por Marcelo Rubio

 



La carta llega desde algún lugar de Oriente, una remisión tan poco clara como el inglés en la que está redactada, y que tiene la misma dificultad que dispusimos al momento de encontrarnos. Abayomi firma al pie de las pocas líneas, antes se despacha con la frase por la que nos conocimos “Es fuerte el sol en esta zona”, así le hablé y el rio. Dijo algo como que el sol siempre es el mismo, la debilidad está en nosotros. Luego agregó que por unos billetes me contaba los secretos de Samarcanda, que él era un gran contador de historias y que solo necesitaba tiempo y dinero para mostrarlo. También me habló de un libro de relatos secretos de distintas ciudades con el que prometía sorprender a la sociedad. Me negué a confiarle que la sociedad no espera sorprenderse con nada pero, entre la torpeza de mi inglés y el calor, opté por callar. Tomé mi valija y caminé por esas calles de Oriente. Abayomi me siguió los pasos, incluso cuando me detuve en busca de un refresco en un puesto callejero. Cansado de tanto escucharlo, le extendí unos billetes.
 
Yo buscaba confirmar una idea sobre la importancia de las ciudades, que el mundo actual no se puede entender sin ellas, sin ese complejo entramado de calles, avenidas, callejones, plazas, edificios. Todo país recibe al viajero en una ciudad a veces amable, otras brutal. Los grandes conquistadores las dominaban a cualquier precio porque esa era la forma de ser dueños. Y las ciudades, desde el fenómeno de la aglomeración social, peleaban por ser reconocidas como capitales de los imperios, incluso algunas superando el nombre de sus civilizaciones. Roma, Atenas, Esparta se ganaron un lugar a partir de sus  culturas. Nada de esto le dije a Abayomi que se preocupó en contarme su historia. 

Comenzó por los ladrillos de barro con los que se construyó la desparecida Ur, lugar de nacimiento de Abraham. Dijo que en esos ladrillos de barro se imprimieron las primeras letras y que la palabra supo lo que era vencer al tiempo. Narró algo de Sumerios al frente de la ciudad, de los versos escritos por Enheduanna, comentó algo del significado del nombre (luego sabría que para él esos significados le valían cierto honor), “sacerdotisa ornamento del cielo”; confieso que entender esto fue difícil. Abayomi se puso de pie, elogió la dureza del barro, la capacidad de disputarle un lugar en la historia, no se olvidó de hablar de cómo nacieron el primer hombre y la primera mujer. Luego se oscureció en su hablar al recordar el Pozo de la Muerte, un lugar destinado al entierro en vida de aquellos que eran ayudantes de los reyes sumerios, luego de la muerte de los monarcas, para acompañarlos en el viaje al más allá.

Le dije, algo cansado, que parte de toda esa historia era muy común y a él pareció no importarle. Se lamentó que Alejandro Magno no hubiese conocido Ur. Tal vez, dijo, “Su presencia le hubiese dado más trascendencia” y carcajeó. Al ver mi cara desilusionada por no comprender el chiste, Abayomi redobló su apuesta. Alejandro Magno llegó a dominar Nínive y Babilonia. Ambas eran sitios donde la ciencia crecía. Y ambas, hoy en día, se disputan la propiedad de los jardines colgantes. 
En Nínive, Arzubanipal (el creador del heredero) fue, según Abayomi, el primer coleccionista al llevarse -desde Egipto- una serie de estatuas y dos obeliscos, además de haber pedido a los sabios que creen el primer intento de diccionario y, por cierto, haber ampliado la gran biblioteca de esos tiempos. 

La palabra, dijo Abayomi, siempre nos cruzamos con la palabra. Retomé mi caminata por la ciudad, y el narrador de historias seguía a mi lado, si alguien se me acercaba, él no tardaba en alejarlo. Le dije que aún faltaba aquello de los jardines colgantes. Se sintió reconocido en su saber, con aire señorial dijo que todo podría ser un error de traducción de los griegos sostenido en el tiempo y que, dicho sea de paso, no hay ningún registro de Nabucodonosor (el protector de las fronteras) sobre esos jardines. 
Por tanto, algunos creemos (dijo así, se enroló entre los científicos e historiadores) que estuvieron en Nínive. Pero Babilonia no se queda atrás con el misterio porque, dijo y se aclaró las voz, ahí se construyó la torre de Babel. 
El primer castigo de Dios a los hombres fue con la palabra, lo escuché reír, siempre la palabra. 
En Babilonia se construyó un Zigurat, una suerte de torre bastante alta, dedicada al Dios Marduk que era el protector de la ciudad. La altura sería cercana al los noventa metros, y se usaron a esclavos de diferentes etnias. Avanzó en su teoría, y lo dejé hacer. Nos sentamos en la Plaza Registán. 

Abayomi dijo que tanto Nínive como Babilonia fuera controladas por Alejandro Magno y que en ambas ordenó no destruirlas, Alejandro era un hombre sabio, sensible, además de un conquistador. En base a las ideas vistas en esas ciudades, a lo largo de su conquista fue fundando ciudades, cerca de setenta -dijo Abayomi- y abrió los ojos con incredulidad. Muchas de ellas bajo el nombre de Alejandría. Pero todos recordamos la que fue dominada por Ptolomeo I, el vencedor. Ahí, fue Ptolomeo quien organizó la, conocida a nuestros días, Biblioteca de Alejandría. 
Y otra vez la palabra, todo texto del mundo conocido estaba en ese lugar, dentro del Museo, el palacio de las musas. Me dijo que iba a obviar la historia acerca del incendio que destruyó el lugar, y se limitó a decirme que, sí hoy sabíamos con certeza acerca de la redondez de la tierra, era por la Biblioteca.

Eratóstenes estuvo al frente de ese lugar de cultura, dijo Abayomi trastabillando con las palabras. Leyendo descubrió que en el solsticio de verano de Siena (actual Asuán) los edificios no daban sombra, y comprobó que en la misma fecha a la misma hora, en Alejandría, había una sombra de 7 grados. Otra vez la palabra, la necesidad de sabernos. 

Comenzaba a atardecer en Samarcanda, y Abayomi no parecía cansado de contar. Le hice saber que no tenía más dinero para darle y que todavía no sabía nada de este sitio. Dijo que hasta acá, a esta “ciudad rocosa” tal su significado, llegó Alejandro Magno y que no dudo en confirmar “Todo cuanto he oído de Samarcanda es cierto, salvo que es más hermosa de lo que podía imaginar”. Pero la ciudad tuvo su apogeo con el imperio Timur, de Tamerlan (Tamer el rengo), y la voz de Abayomi se oscureció.
 
Tamer fue el último conquistador de los Mongoles, salvaje como pocos, cuentan que en su tumba una inscripción dice “Si me levantara el mundo temblaría”, Abayomi baja la voz, como si el espíritu de Tamer estuviera oyendo. Fue ese emperador quien convirtió a Samarcanda en la Capital de sus dominios. Casado con varias mujeres parece que tenía una esposa favorita, Bibi. Durante una de las campañas de Tamer, Bibi Jamun organizó la construcción de la mezquita más grande Asia Central.

Según Abayomi, el arquitecto que la diseñó se enamoró de  Bibi y le pidió, al final de la obra, un beso. Ella accedió y fue tan intenso que los labios de Bibi quedaron marcados. El regreso de Tamerlan no tuvo más que traer la desdicha. De inmediato entendió el engaño de su mujer, mandó a matar al arquitecto. 
Y aquí la historia se parte en dos, cada uno, según Abayomi, elige la que quiere. Unos cuentan que Tamer subió con Bibi al punto más alto de la mezquita y la empujó al vacío. Otros narran una historia algo más interesante, y esa es la que le gusta a Abayomi. Desde ese día Tamer impuso el velo para todas las mujeres, para que sus bocas no tienten a los hombres. Ahora sonreía yo. El narrador de historias me preguntó cuántas mujeres me habían tentado con su boca, no le respondí. Para salir rápido del momento Abayomi dijo que otra vez la palabra estaba en las ciudades, la boca que la pronuncia es la boca a veces negada. 
Dijo también que a pesar de los salvaje de Tamer, hizo de Samarcanda una ciudad de saber sobre matemática, astronomía. 

Cuando la noche terminó de caer, Abayomi anotó mi dirección y se perdió entre las calles. Pasaron muchos años de ese encuentro, ambos estamos viejos. En su carta me cuenta que no ha logrado publicar su libro, que tiene los días contados por una de esas enfermedades espantosas, me pide -casi que me ruega- que si algún día puedo contar su historia, lo haga. 
Le respondo sin prometerle nada, a veces el tiempo no alcanza. 


Marcelo Rubio



Nueve San Mástiles, Xul Solar (1951)

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