En el altar del Yo, por Juan Carlos Capurro

 



El catedrático de la Universidad de Leeds, Glyn Thompson, asegura que Marcel Duchamp es un impostor. Fue la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven la que inventó  la primera obra “conceptual” del siglo XX.  Según constancias esgrimidas por Thompson, un año antes de la presentación en sociedad del Mingitorio, la baronesa habría presentado un objeto (caño de baño retorcido) denominado “Ornamento perdurable” -Enduring ornament-, lo que podría ser considerado el primer readymade de la historia. 

¿Modifica esto la historia del arte?

No en lo sustancial. Ya Leonardo Da Vinci decía que la pintura es un tema del cerebro, no de la mano. Cosa mentale. Considerar como novedad lo conceptual no es, en principio, ninguna novedad. Toda obra humana requiere de un plan previo. Es decir, comienza en la mente, partiendo de una materialidad previa, para transformarla. La ejecución puede adoptar las más diversas formas.
Sería entonces más exacto decir que la baronesa von Freytag fue pionera.

¿Tiene importancia si fue la baronesa o Duchamp quien hizo uso de un objeto industrial por primera vez?
Lo que definió la aparición del Urinario en el arte fue la forma en que fue presentado socialmente el objeto, no su eventual ejecución.

Un acto de libertad


En 1917, la Sociedad Americana de Artistas Independientes de New York, realizó su Salón de Exposiciones. La premisa de esta Sociedad, de la que Duchamp era miembro directivo, consistía en que cualquier persona que pagase los seis dólares de inscripción podía presentar una obra. Se buscaba romper casi con el elitismo de los museos y galerías que manejaban a su antojo el destino de los artistas, impidiéndoles llegar al público.

Si cualquier obra presentada por un artista debía ser admitida, el acierto de Duchamp no estuvo tanto en lo que presentó como en la propuesta liberadora de poner a prueba la admisión irrestricta.

Según investiga Thompson, lo importante es quién hizo la obra. Lo que Duchamp puso en cuestión, en cambio, fue: ¿Quién decide lo que es o no una obra de arte?

Como se sabe, la Sociedad Americana de Artistas Independientes rechazó el mingitorio presentado por Duchamp con el título de Fuente -Fountain- al punto que, no solo lo rechazó sino que el objeto (Firmado con el seudónimo R.Mutt) desapareció sin ser devuelto jamás al artista.

Al rechazarlo y escamotearlo, los muy “independientes” de la Sociedad norteamericana demostraron su límite. Aquello que le criticaban a las instituciones del arte fue reproducido por ellos en los mismos términos. Duchamp renunció a la Sociedad.

Su mérito fue haber desenmascarado ese mecanismo de poder: la admisión.

El culto de la personalidad


El tema, entonces, es cuál es el punto que define el salto cualitativo. No basta con entender, sino que hay que estar decidido a actuar sobre lo que hemos entendido. La clave es pasar al acto.

Cuando Velázquez se retrata a sí mismo en Las Meninas, mirando a los que está retratando, que aparecen en el fondo del cuadro en un espejo (Los Reyes), produce una ruptura en el arte. Es el artista que decide, no sus mandantes. De la misma manera que Goya reflejó los juegos en la calle de la gente sencilla, haciéndolos ingresar en un espacio (el cuadro) hasta entonces prohibido para aquellos que no fuesen de la nobleza.

Entramos, así, en el aspecto social de la creación artística.

La clase dominante procura siempre atribuirse todos los méritos, de lo que sea. Su forma de hacerlo es a través del culto de la personalidad. Así como hay elegidos de Dios, hay figuras providenciales. Ellas siempre "pertenecen", al ser reconocidas, por quienes las designan. Y al designar se incluyen como personalidades, también ellas.

La fetichización de determinados individuos es una necesidad de clase, porque es una forma de enmascarar el carácter colectivo de su propia dominación. Ciertos individuos son presentados como transformadores de la historia, como si ésta cambiase exclusivamente por la intervención de determinadas personas excepcionales.

En el campo del arte sucede exactamente lo mismo. Por supuesto que hay artistas más dotados que otros, aquellos que ven más lejos. Su talento o capacidad no está en duda. Sí es cuestionable la manipulación que de éstos se realiza, como lo es la de cualquier personalidad destacada. 
Al destacar a una persona, el que la destaca se coloca en el mismo plano de importancia, pero siempre fueron las condiciones materiales -la época- las que determinaron y determinan ciertos resultados. No fueron personas providenciales, ni sus eventuales "protectores".

Nadie llega solo a ningún lado. Ese es un mito derivado de la dominación de un conjunto de individuos para escamotear a otro conjunto de individuos, dominado por aquellos, su posibilidad de desarrollo histórico y personal como conjunto. De allí nace la "meritocracia", siempre individual y arbitraria.

El arte como fetiche


Así como se sabe que un “simple” trabajador no puede gozar de los mismos bienes de disfrute que la clase dominante, así también se pretende asegurar que el arte no puede ser hecho por todos -como sostenía Rimbaud- sino por ciertos "dotados" a los que la clase dominante reconoce de acuerdo a su conveniencia, como tales.

Es por esto que Goya no fue reconocido en su obra extra cortesana por la Corte, sino por la naciente burguesía, que hizo suyo el reflejo de esa obra nueva. Los frescos de la Quinta del Sordo, en cambio, en el final de su vida, no fueron reconocidos en ese entonces por nadie. Eran el futuro.

De la misma manera, Picasso fue cooptado para adornar paredes y elevado a la categoría de deidad al fin de la segunda guerra mundial, por el propio gobierno norteamericano -encarnado en la revista “Life”- como forma de demostrar el triunfo individual del talento y sus “alegrías” en medio de la reconstrucción y del reparto del mundo acordado en Yalta. El triunfo de la “coexistencia pacífica”.

Los artistas son absorbidos como si fuesen un producto refinado de las "bondades" del momento. Y sólo entonces.

Lo mismo ocurre con Duchamp, al que cierto esnobismo pequeño burgués quiere colocar, en todo el mundo, en el Olimpo de la creación, como si fuese el resultado de la actividad intelectual de un individuo atómico.

De la misma manera existen, desde la reacción, quienes no soportan lo que Duchamp representa en su carácter revolucionario. Y es por eso que lo atacan como individuo en su creación y no como una expresión de las transformaciones históricas del siglo XX en su conjunto.

Volver a las cavernas


Es posible que la baronesa von Freytag-Loringhoven, que conocía a Duchamp, haya influido en su obra. Participó en una nueva manera de intervenir en el arte. Pero no fue la única. Ya lo estaban haciendo Apollinaire, Tristán Tzara, Hugo Ball y muchos y muchas más, con sus escritos y acciones artísticas. El mérito no es meramente individual.

Es el aire de una época, con la intervención de cientos y miles de personas que se mueven e interactúan, las que producen los resultados en la Historia, también en la historia del arte.

Fueron los de la Sociedad Americana de Artistas Independientes, que decidieron oponerse al elitismo de museos y galerías. Fueron las autoridades elitistas y propietarios de museos y galerías. Fueron los profesores, las poetas, los albañiles, las enfermeras, los niños jugando en la calle, las feministas, los generales, las primeras guerras mundiales y la lucha de los pueblos contra esa barbarie.

El culto de la personalidad -esgrimido como propaganda del "triunfo de la voluntad individual", es un flagelo en todos los campos de la vida, al pretender negar el carácter colectivo de la creación humana.
En lo que concierne a Duchamp, debemos destacar que su indiferencia histórica ante el resultado de su propia producción nunca fue una pose. 

Todos los que lo conocieron, aún sus detractores, reconocen que jamás le importó el reconocimiento oficial. No tomaba en serio el culto individual de la creación. Al escoger objetos industriales y nombrarlos, daba vuelta el carácter de la mercancía, centro sagrado de la producción capitalista. Las obras son de todos porque todos las hicieron, en alguna medida.

En ese sentido, inaugura un nuevo tipo de artista, que aún no encuentra su lugar en el mundo, que al igual que los artistas de las tribus primitivas, hace arte como una necesidad espiritual colectiva, además de personal, sin importarle el reconocimiento que lo incorpore al séquito oficial.

Nuestras sociedades primitivas reconocían a sus artistas como parte de una actividad conjunta, contraria al individualismo de las posteriores sociedades divididas en clases.

Por eso la discusión sobre la autoría de la idea de una obra u otra es un debate estéril que solo favorece a esa peste individualista que aún no puede ser erradicada.


Juan Carlos Capurro


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