Las manos de la ciega, por Felisberto Hernández






















I

Hace mucho tiempo y en una mañana de sol, conocí a Olga: tenía nueve años y era ciega. En el cordón de la vereda de su casa, y a la sombra de un paraíso, había un banco de hierro en el que ella estaba sentada. Mientras su cabeza estaba levantada, y por la posición, parecía que los ojos miraban para enfrente ―donde había una casa que tenía un cartelito de alquiler; y como no la alquilaba nadie siempre estaban cerradas sus puertas y sus ventanas― y mientras el cuerpecito de Olga estaba un poco rígido, toda mi atención se iba a sus manos, que jugaban por un bastón y a veces descansaban en el mango.

 II

Cuando su madre ―que era muy pobre― le trajo una cajita de plantillas, las manos de Olga dejaron el bastón en el banco y la tomó. Después que la madre le acomodó un rebocito que tenía sobre los hombros y se fue, las manos de Olga registraron la cajita y encontraron tres plantillas; y después de comer cada bocado, sus manos volvían a guardar la plantilla mordida y jugaban con la caja. Entonces, las manos de Olga parecían lo único vivo en ella, tanteaban toda la cajita con una curiosidad extraña, y la cajita se volvía una cosa tan humana como las manos, era como una amiguita que había ido a visitar las manos; parecía que estaba cohibida y contemplaba un poco asustada a las dos manos que la tocaban por todos lados con curiosidad extraña.

III

Cuando Olga sí hubo comido las tres plantillas y sus manos volvieron a registrar la cajita, ya no me eran simpáticas; pasaban por las cosas con desprecio. A pesar de ese desprecio y esa perfidia, había en las manos de Olga un gran interés y un gran escrúpulo en controlar la ubicación de las cosas. A nosotros no nos hubiera importado mucho que el bastón estuviera allí, a un lado, encima del banco; pero ella de cuando en cuando lo tocaba y parecía que el espíritu se le tranquilizaba al estar segura de que las cosas respondían al límite que ella les daba en su memoria y en su espíritu. Entonces, tanto el bastón como la cajita parecían tan de ella como no podían ser de nadie. Pero de pronto, cuando yo pensaba que ella no podría prescindir de la cajita, cuando la cajita parecía más de ella y más fuertemente segura en el límite de su espíritu, las manos de Olga la tomaron y la tiraron a la calle. Al mismo tiempo que yo sentía el inesperado desprendimiento que las manos de Olga hicieron entre la cajita y ella, también pensaba que Olga, aunque había oído caer la caja, no había podido ver cómo había caído y cómo se le había salido la tapa, todo eso estaba después de su límite; tal vez si la hubiera visto le hubiera dado pena. Sin embargo, ocurrió un hecho mucho más angustioso.

IV

Cuando las manos de Olga tiraron la caja, yo estaba en la vereda de enfrente y muy cerca de la casa que tenía el cartelito de alquiler. Después decidí cruzar en dirección a la cieguita. No había llegado a la mitad de la calle cuando me sorprendió un caballo con un jinete vestido de negro y que pasó al galope. Esto me hizo mucha mala impresión no solo porque estuvo a punto de pisarme, sino porque se me ocurrió que era un mal presagio. Cuando llegué cerca de la cieguita estaba con ella su hermanito, tendría unos cinco años; parecía que le decía algo y que ella no lo escuchaba. Entonces vi que las manos de Olga revolvían debajo del reboso y cuando menos lo esperaba, una de las manos sacó un alfiler de gancho y le dio un pinchazo al niño en la cabeza. El muchachito empezó a llorar, y daba mucha lástima al verlo tan lindo y llorar con tantas ganas. Las manitos eran muy regordetas y las escondía un poco entre el pelo rubio, mientras se tocaba el lugar del pinchazo; y de sus ojos azules salían lágrimas muy abundantes que le recorrían todas sus grandes y rosadas mejillas.

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