El deshonor de los poetas, por Benjamín Peret
Si se indaga en la significación original de la poesía,
actualmente disimulada bajo los mil oropeles de la sociedad, se constata que es
el verdadero aliento del hombre, la fuente de todo conocimiento y éste mismo
conocimiento, bajo su aspecto más inmaculado. En ella se condensa la vida
espiritual de la humanidad en su totalidad, desde que ha comenzado a tomar
conciencia de su naturaleza; en ella palpitan ahora las más altas creaciones y,
tierra por siempre fecunda, guarda perpetuamente en reserva los cristales
incoloros y las cosechas del mañana. Divinidad tutelar de mil rostros, se la
llama aquí amor, allí libertad, en otros lados ciencia. Continúa siendo
omnipotente, borbotea en el relato mítico de los esquimales, estalla en la
carta de amor, ametralla al pelotón de ejecución que fusila al obrero en el
momento en que exhala el último suspiro de revolución social y por lo tanto de
libertad, chisporrotea en el descubrimiento del investigador científico,
desfallece, exangüe, hasta en las más estúpidas producciones que se reclaman de
ella y de su recuerdo; elogio que podría ser fúnebre, figurando en las palabras
momificadas de su asesino el sacerdote y que el creyente escucha
persiguiéndola, ciego y sordo, en la tumba del dogma, donde la poesía no es
sino una falaz ceniza.
Sus innumerables detractores, verdaderos y falsos
sacerdotes, más hipócritas que los sacerdotes de todas las religiones, falsos
testigos de todos los tiempos, la acusan de ser un modo de evasión, de huída
ante la realidad, como si ella no fuese la realidad misma, su esencia y su exaltación.
Incapaces de concebir la realidad en su conjunto y en sus complejas relaciones,
no quieren considerarla sino en su aspecto más inmediato y en el más sórdido.
Perciben únicamente el adulterio sin experimentar jamás el amor, el avión de
bombardeo sin acordarse de Ícaro, la novela de aventuras sin comprender la
aspiración poética permanente, elemental y profunda, en una vana ambición por
satisfacerla. Desprecian el sueño en provecho de su realidad como si el sueño
no fuera uno de sus aspectos y aún el más conmocionante, exaltan la acción a
expensas de la meditación como si la primera sin la segunda no fuese un deporte
tan insignificante como todo hecho deportivo. En otros tiempos, oponían el
espíritu a la materia, su dios al hombre; actualmente defienden la materia
contra el espíritu. De hecho, es la intuición que ellos tienen en provecho de
la razón, olvidando de dónde viene esta razón.
Los enemigos de la poesía tienen o han tenido en todas las
épocas la obsesión de someterla a sus fines inmediatos, de rebajarla ante su
dios o bien actualmente, encadenarla al pregón de la nueva divinidad parda o
“roja” –rojiparda de sangre desecada– más sangrienta aún que en la antigüedad.
Para ellos, la vida y la cultura se resumen en útil e inútil,
sobreentendiéndose que aquí lo útil toma la forma de un azadón manejado a guisa
de su beneficio. Para ellos la poesía no es más que un lujo del rico,
aristócrata o banquero, y si se quiere hacerla pasar por “útil” a la masa, debe
resignarse a la suerte de las artes “aplicadas”, “decorativas”, “dirigidas”,
etc.
Pero a pesar de todo, instintivamente, intuyen que es el
punto de apoyo reclamado por Arquímedes y temen que, al sublevarse, el mundo
les pueda caer en la cabeza. De allí, su ambición en degradarla, en privarla de
toda eficacia, de todo valor de exaltación, para otorgarle el papel
hipócritamente consolador de una hermanita de la caridad.
Pero el poeta no está para mantener con el prójimo una
ilusoria esperanza humana o celestial, ni para desarmar a los espíritus
insuflándoles una confianza sin límites en un padre o en un jefe contra el cual
toda crítica deviene sacrilegio. Por el contrario, le corresponde pronunciar
palabras siempre sacrílegas y blasfemias permanentes. Antes que nada, el poeta
debe tomar conciencia de su naturaleza y de su lugar en el mundo. Inventor para
quien el descubrimiento no es más que el medio de alcanzar un nuevo
descubrimiento, debe combatir sin descanso a los dioses paralizantes
encarnizados en mantener al hombre bajo la servidumbre en relación con los
poderes sociales y la divinidad, los cuales se complementan mutuamente. Será
entonces revolucionario, pero no de los que se enfrentan al tirano actual, a
juicio de ellos nefasto porque se opone a sus intereses, para ensalzar al
opresor del mañana del que ya se han constituido en sus servidores. No, el
poeta lucha contra toda forma de opresión: la del hombre por el hombre en
primer lugar y la opresión de su pensamiento por los dogmas religiosos,
filosóficos o sociales. Combate para que el hombre alcance un conocimiento para
siempre perfectible de sí mismo y del universo. No se debe colegir con esto que
deba desear poner la poesía al servicio de una acción política, inclusive
revolucionaria. Pero su cualidad de poeta lo convierte en un revolucionario que
debe combatir en todos los terrenos: el de la poesía, con los medios propios de
ésta, y en el terreno de la acción social sin confundir jamás los dos campos de
acción, so pena de restablecer la confusión que se trata de disipar y, por lo
tanto, de dejar de ser poeta, es decir revolucionario.
Guerras como la que sufrimos no serían posibles sino en
vista de una conjunción de todas las fuerzas de la regresión y ello significa,
entre otras cosas, un freno al progreso cultural propiciado por esas fuerzas de
la regresión que amenazan a la cultura. Esto es demasiado evidente para que
haga falta insistir.
De esta derrota momentánea de la cultura, se deduce
fatalmente un triunfo del espíritu de reacción, y, en primer lugar, del
oscurantismo religioso, coronamiento necesario de todas las reacciones. Tendríamos
que remontarnos muy lejos en la historia para encontrar una época donde Dios,
el Todopoderoso, la
Providencia , etc. hayan sido tan frecuentemente invocados por
los jefes de estado o en su beneficio. Churchill casi no pronuncia discursos
sin asegurarse su protección, Roosevelt ha hecho lo mismo, De Gaulle se coloca
bajo la invocación de la cruz de Lorena, Hitler invoca cada día a la Providencia y las
metrópolis de toda especie, de la mañana a la noche, agradecen al Señor por el
servicio stalinista. Lejos de constituir una manifestación insólita, su actitud
consagra un movimiento general de regresión al mismo tiempo que es revelador de
su estado de pánico. En el transcurso de la guerra anterior, los curas de
Francia declaraban solemnemente que Dios no era alemán mientras que, del otro
lado del Rhin, sus congéneres reclamaban para él la nacionalidad germánica y
las iglesias de Francia, por ejemplo, no han tenido tantos fieles como desde el
comienzo de las presentes hostilidades.
¿De dónde proviene este renacimiento del fideísmo? Ante
todo, de la desesperación engendrada por la guerra y por la miseria general: el
hombre ya no ve salida en la tierra para su horrible situación o no la ve aún y
busca en un cielo fabuloso un consuelo para sus desgracias materiales, que la
guerra ha agravado en proporciones inauditas. Mientras tanto, en la época
inestable denominada de paz, las condiciones materiales de la humanidad, que
habían suscitado la constante ilusión religiosa, subsistían aunque atenuadas y
reclamaban imperiosamente una satisfacción. La sociedad presidía a la lenta
disolución del mito religioso sin poder sustituirlo con nada, excepto con las
sacarinas cívicas: patria o jefe.
Los unos, frente a estos ersatz, en favor de la guerra y de
las condiciones de su desenvolvimiento, han permanecido desamparados, sin otro
recurso que un retorno puro y simple a la fe religiosa. Los otros, estimándola
insuficiente y en desuso, han intentado ya sea sustituirla por nuevos productos
míticos o de regenerar los antiguos mitos. De allí la apoteosis general en el
mundo, por un lado, del cristianismo, y, por otra parte, de la patria y el
jefe. Pero la patria y el jefe, como la religión de la que son a la vez
hermanos y rivales, no tienen hoy en día otro recurso para reinar sobre los
espíritus que la coacción. Su triunfo pre-sente, fruto de un reflejo de
avestruz, lejos de signi-ficar un glorioso renacimiento, presagia su fin
inmi-nente.
Esta resurrección de Dios, de la patria y del jefe, ha sido
también el resultado de la extremada confusión de los espíritus, engendrada por
la guerra y mantenida por sus beneficiarios. Por consecuencia, la fermentación
intelectual engendrada por esta situación, en la medida en que se abandona a la
corriente, permanece entera-mente regresiva, afectada de un coeficiente
negativo. Sus productos continúan siendo reaccionarios, ya se trate de “poesía”
de propaganda fascista o antifascista o de exaltación religiosa. Afrodisíacos
de viejo, no aportan sino un vigor fugitivo a la sociedad solo para aplastarla
mejor. Estos “poetas” no participan en nada del pensamiento creador de los
revolucionarios del año II o de la
Rusia de 1917, por ejemplo, ni de los místicos y heréticos de
la Edad Media ,
porque están destinados a provocar una exaltación ficticia en la masa, mientras
que aquéllos revolucionarios y místicos eran el producto de una exaltación
colectiva real y pro-funda que ellos traducían en sus palabras. Expresaban por
ese modo el pensamiento y la esperanza de todo un pueblo imbuído del mismo mito
o animado por el mismo impulso, mientras que la “poesía” de propaganda tiende a
insuflar un poco de vida a un mito agonizante. Cánticos cívicos, ellos tienen
la misma virtud soporífera que sus patrones religiosos, de los cuales heredaron
directamente su función conservadora, porque si la poesía mítica y luego
mística ha creado la divinidad, el cántico explota esa misma divinidad. De
igual manera, el revolucionario del año II o de 1917 crearon la sociedad nueva,
mientras que el patriota y el stalinista de la actualidad medran con ella.
Confrontar a los revolucionarios del año II y de 1917 con
los místicos de la Edad
Media no equivale en modo alguno a situarlos en un mismo
plano, pero al intentar hacer descender a la tierra el paraíso ilusorio de la
religión, los primeros no han dejado de manifestar procesos psicológicos
similares a los que se descubren entre los segundos. Y aún es necesario
distinguir entre los místicos que a pesar de sí mismos tienden a la
consolidación del mito y preparan involuntariamente las condiciones que
conducirán a su reducción al dogma religioso, y los heréticos, cuyo papel
intelectual y social es siempre revolucionario porque cuestiona los principios
sobre los que el mito se apoya para momificarse en dogma. Efectivamente, si el
místico ortodoxo (pero, ¿puede hablarse de místico ortodoxo?) traduce un cierto
conformismo relativo, por el contrario el herético expresa una oposición a la
sociedad en la que vive. Solamente los sacerdotes serían entonces dignos de ser
considerados al mismo título que los sostenedores actuales de la patria y el
jefe, porque desempeñan la misma función parasitaria respecto del mito.
No encuentro otro mejor ejemplo de esto que precede, que un
pequeño folleto aparecido recientemente en Río de Janeiro: El honor de los
poetas, que comporta una selección de poemas publicados clandestinamente en
París durante la ocupación nazi. Ninguno de estos “poemas” supera el nivel
lírico de la publicidad farmacéutica y no es por casualidad que sus autores se
hayan creído, en su inmensa mayoría, en el deber de retornar a la rima y al
alejandrino clásicos. La forma y el contenido guardan necesariamente entre sí
una relación de las más estrechas y, en estos “versos”, actúan mutuamente en
una loca carrera hacia la peor reacción. Es, en efecto, significativo, que la
mayoría de estos textos asocien estrechamente el cristianismo y el
nacionalismo, como si quisieran demostrar que el dogma religioso y el dogma
nacionalista tuviesen un origen común y una idéntica función social. El título
mismo del folleto, El honor de los poetas, considerado en relación con su
contenido, toma un sentido extraño a toda poesía. En definitiva, el honor de
estos “poetas” consiste en dejar de ser poetas para pasar a convertirse en
agentes de publicidad.
En el caso de Loys Masson la alianza religión-nacionalismo
comporta una proporción más grande de fideísmo que de patriotismo. De hecho, se
limita a adornar expresiones del catecismo:
Cristo, concede a mi plegaria el poder de sacar fuerzas
de las raíces profundas
Concédeme merecer esta luz
mi mujer en mi costado
Que yo vuele sin flaquear hacia ese pueblo
de prisiones
Que ella cubra como María sus
cabellos.
Sé que detrás de las colinas tu paso largo
avanza.
Escucho a José de Arimatea machacar
las mieses desleídas sobre la Tumba
Y a la viña cantar entre los brazos rotos
del ladrón en la cruz.
Te veo tocado por el sauce y la
yerba doncella
La primavera se posa en las espinas de la
corona.
Ellas están ardiendo:
Encendámonos de liberación, encendámonos
viajeros
¡ah! que nos traspasen y nos consuman
si su camino es hacia las prisiones.
La dosificación es la misma en Pierre Emmanuel:
Oh Francia vestido sin costura de fe
manchado de tránsfugas pies y
escupidas
Oh vestido de aliento suave que la dulce voz
ferozmente por los insultantes desgarra
Oh vestido del más puro lino de la esperanza
Eres siempre la sola indumentaria para todos aquéllos
que conocen el precio de estar desnudos ante
Dios...
Habituado a los así sea y a los incensarios stalinistas,
Aragon no consiguió, a pesar de todo, aliar a Dios y a la patria como los
precedentes. No se encontró con el primero, si se me permite decirlo de esta
manera, sino tangencialmente, no obteniendo más que un texto que ha hecho
palidecer de envidia al autor de la cantinela radiofónica francesa: “Un mueble
de la casa Leviatán se garantiza por mucho tiempo”:
Hubo un tiempo para el sufrimiento
Cuando Juana de Arco llegó a Vaucouleurs
¡Ah! cortad en pedazos a Francia
El día tenía esa palidez
Continúo siendo el rey de mis dolores.
Pero ha sido Paul Eluard quien supo ser, entre todos los
autores de este folleto, el único poeta, aquél al que se debe la letanía cívica
más acabada:
Sobre mi perro glotón y dulce
Sobre sus orejas levantadas
Sobre su pata desmañada
Escribo tu nombre.
Sobre el trampolín de mi puerta
Sobre los objetos familiares
Sobre el oleaje de fuego bienaventurado
Escribo tu nombre ...
Es apropiado subrayar incidentalmente aquí que la forma de
letanía aflora en la mayoría de estos “poemas”, sin duda a causa de la idea de
poesía y lamento que implica y del gusto perverso por la desgracia que la
letanía cristiana tiende a exaltar, en vista de merecer las felicidades
celestiales. Incluso Aragon y Eluard, ateos antaño, se creen obligados, uno de
ellos, a evocar en sus producciones a los “santos y los profetas”, a la “tumba
de Lázaro” y el otro de recurrir a la letanía, sin duda para obedecer a la
famosa consigna: “Los curas con nosotros”.
En realidad todos los autores de este folleto parten sin
confesarlo y sin confesárselo, de un error de Guillaume Apollinaire, e
inclusive lo agravan. Apollinaire había querido considerar a la guerra como
sujeto poético. Pero si la guerra, en tanto que combate y despojada de todo
espíritu nacionalista, puede en rigor constituir un sujeto poético, no es lo
mismo una consigna nacionalista, la nación en cuestión, aunque hubiese sido,
como Francia, salvajemente oprimida por los nazis. En ese sentido, la expulsión
del opresor y la propaganda, constituyen un medio de acción política, social o
militar, de acuerdo a cómo se considere esa expulsión, de una u otra manera. En
todo caso la poesía no debería intervenir en el debate sino a través de su
propia acción, por medio de su misma significación cultural, quedando los
poetas en libertad de participar, en tanto que revolucionarios, de la derrota
del adversario nazi por medio de métodos revolucionarios, sin nunca olvidar que
esa opresión corresponde al anhelo, confesado o no, de todos los enemigos de la
poesía –nacionales en primer lugar, extranjeros después–, de la poesía
comprendida como liberación total del espíritu humano, porque, parafraseando a
Marx, la poesía no tiene patria ya que es de todos los tiempos y todos los
lugares.
Habría aún mucho que decir acerca de la libertad, tan
habitualmente evocada en estas páginas. En primer lugar, ¿de qué libertad se
trata? ¿De la libertad de un pequeño número de exprimir al conjunto de la
población, o de la libertad para esta población de hacer entrar en razones a
ese pequeño número de privilegiados? ¿De la libertad para los creyentes de
imponer su dios y su moral a la sociedad entera, o de la libertad para esta
sociedad de no admitir a Dios, ni su filosofía, ni su moral? La libertad es
como “un llamado del aire”, decía André Breton, y, para cumplir con su
cometido, en primer lugar, este llamado del aire debe barrer todos los miasmas
del pasado que infestan este folleto. En tanto los fantasmas perversos de la
religión y la patria continúen ofendiendo el aire social e intelectual bajo
cualquier disfraz que ellos adopten, ninguna libertad será concebible: su
expulsión antes que cualquier otra cosa es una de las condiciones capitales
para el advenimiento de la libertad. Todo “poema” que exalte una “libertad”
voluntariamente indefinida, aún cuando no estuviese decorada con atributos
religiosos y nacionalistas, en principio deja de ser un poema y en consecuencia
constituye un obstáculo para la liberación total del hombre, porque lo engaña
al mostrarle una “libertad” que disimula nuevas cadenas. Por el contrario, de
todo poema auténtico se desprende un soplo de libertad completa y movilizadora,
inclusive cuando esta libertad contribuye a la liberación efectiva del hombre,
aunque no sea evocada en su aspecto político y social.
México, febrero de 1945.
Traducción: Juan Carlos Otaño.
(*) “Le déshonneur des poètes”, publicado en México, febrero
de 1945; reed. Pauvert, 1965.
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