Pararrayos, por André Breton


El humor es el único comercio intelectual de gran lujo. Cada vez es menos cierto, teniendo en cuenta las exigencias específicas de la sensibilidad moderna, que las obras poéticas, artísticas, científicas, los sistemas filosóficos y sociales, desprovistos de esa especie de humor, no dejen bastante que desear, no estén condenados con mayor o menor rapidez, a perecer.

Nos estamos adentrando en un terreno candente, avanzamos por tierra de volcanes, tenemos alternativamente todo el viento de la pasión a favor, y en contra desde el momento en que decidimos hacernos a la vela hacia éste humor, del que, sin embargo, conseguimos aislar en la literatura, en el arte, en la vida, con incomparable satisfacción, sus productos manifiestos.

Poseemos, en efecto, más o menos obscuramente, el sentido de una jerarquía en la que la posesión integral del humor aseguraría a las personas su más alto puesto; precisamente es, en esta medida,donde se nos escapa, y está, sin duda, destinada a escapársenos durante mucho tiempo, cualquier definición global del humor, en virtud de aquel principio según el cual “las personas tienden por naturaleza a deificar lo que rebasa los límites de su comprensión”.

El humor es lo que le falta a los caldos, a las gallinas, y a las orquestas sinfónicas. Es, como dijo Pierr-Quint, “la absoluta rebelión de la adolescencia y la rebelión interior de la edad adulta”; es decir, una rebelión superior del espíritu.

Para Freud, el humor no solo tiene algo deliberador, análogo en ello al ingenio y a la comicidad, sino también algo de sublime y elevado, características que no se encuentran en otros ordenes de adquisición de placer o de una actividad intelectual. Lo sublime tiende evidentemente al triunfo del narcisismo, a la invulnerabilidad del yo que se afirma victoriosamente. El yo rehúsa dejarse atacar, dejarse imponer el sufrimiento por realidades externas, rehúsa admitir que los traumatismos del mundo exterior puedan afectarle; y aún más, finge, incluso, que pueden convertirse para el en fuentes de placer.

El ejemplo que da, brutalmente, es el del condenado a muerte un día lunes, que grita, mientras marcha al cadalso: “¡Esta semana sí que empieza bien!”. Freud declara ver en el humor una modalidad de pensamiento que tiende al ahorro del gasto necesitado por el dolor.

Para participar en su etapa más extrema, en el torneo negro del humor, es indispensable haber salido triunfante de numerosas eliminatorias. El humor negro tiene demasiadas fronteras: la tontería, la ironía escéptica, la broma sin gravedad… (La enumeración sería larga); pero sobre todo, el humor negro es el enemigo mortal del sentimentalismo con aire perpetuamente acorralado y de una cierta fantasía de corto vuelo, que se toma demasiado a menudo por poesía. Que persiste, vanamente, en querer someter el espíritu a sus caducos artificios, y que no dispone ya de mucho tiempo para alzar sobre el sol, entre las demás semillas de adormidera, su cabeza de grulla coronada.


Extractado del prólogo a la “Antología del humor negro”

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