Dos cuentos de Carlos Cantini
Amanecer
A la rutina
Fue lo primero que le vino a la mente. Como todas las mañanas. “¿Cuándo terminará este martirio?”, se preguntó. Cuando él se anime a enfrentar el tema, era la única respuesta. Al menos ya se había animado a hablarlo en terapia. De a poco. Con cuidado. Como si haberlo descubierto provocara alguna ruptura. Un final no deseado. Es que eran muchos años. Muchos buenos momentos compartidos juntos. Y malos también. ¿D qué otra manera se mantienen sino tantas años de relación?
Se incorporó lentamente. Sintió que su cuerpo abandonaba la cama pero no su alma. Es que la cama significaba demasiado. Protección. Amparo. Contención. El interior. El exterior, sin embargo, era el campo de batalla. Aquel que él rehusaba. Que se negaba a transitar. Pero que finalmente debía enfrentar. Claro que ocultando el tema. El que no se animaba a discutir. A ver si algo de su (frágil) equilibrio se rompía.
Hacía meses que notaba que las cosas ya no eran como antes. Últimamente los intentos eran fallidos. Se había perdido la pasión. El gusto. Pero sus miedos a enfrentar el tema, el miedo a un seguro e ineludible cambio, a la incertidumbre, lo había convertido en una persona atemorizada, insegura y, por lo tanto, poco atractiva. Y, por lo tanto, volvía a fracasar. El tiempo pasaba y el silencio iba invadiendo y corroyendo los, alguna vez, fuertes y sólidos pilares de su ¿felicidad?
Caminó hacia el baño arrastrando su cuerpo todavía dormido. Su mente, en cambio, ya había producido la suficiente energía como para abastecer de luz a Manhattan. Repitió los mismos movimientos. Prendió la radio. Hizo pis. Abrió el agua de la ducha. Calculó la temperatura del agua. Se duchó y afeitó en el mismo acto. Se secó y colocó una camisa limpia. Y luego vino el momento temido, el que estuvo demorando desde que entró al baño, y se miró al espejo. Vio su cara abatida. Agotada. Vencida. Por el mismo espejo, y a través de la puerta entreabierta del dormitorio, la vio. Estaba ahí. Como todas las mañanas. Desde hacía años. Una sobredosis de rutina. No aguantó más. De pronto, como si le hubiesen otorgado un crédito de coraje, salió del baño dispuesto a encararla. A ella también se le notaban los rastros de los años. Estaba mucho más avejentada de lo que realmente era. Él la agarró con decisión, como quizá debió hacerlo mucho tiempo antes, ella se dejó llevar. ¿Se entregó o casi no tenía vida? Él seguía firme, con una decisión que jamás se le había visto. Esta vez sería distinto, pensó. Estaba poseído. La llevó frente al espejo. El lugar que más disfrutaba. Donde habían gozado los momentos más perfectos. Empezó suavemente, acariciándola con dulzura, buscando el momento oportuno. Esperando el clímax. Sin embargo, una vez más, fracasó. En el momento cumbre su mente se bloqueó. No pudo. No le salió el nudo. Tiró la corbata sobre la cama y, derrotado, fue a la cocina a preparase un mate.
La convertibilidad
A los ‘90
Hoy. 1999. Fin de siglo. Todo lo sabemos. Todo lo conocemos.
De todo estamos informados. Todo nos importa. Todo nos afecta. Cualquier efecto
nos alcanza. Tequila. Arroz. Vodka. Zamba. Más nuestros (d)efectos autóctonos.
Todo está globalizado. Sobre todo las miserias, las deudas y los desequilibrios
económicos. Todo cambia. Todo se mueve. Todo es acción. Ciclos. Nacimiento.
Desarrollo. Muerte. Zapping. Volver a empezar. Mezclar y dar de nuevo. Todo. Todo
no. Algo se mantuvo inalterable en esta década. La relación 1=1.
La relación de ellos, en cambio, hacía rato que se había
desequilibrado. Motivos: varios. Primero él se quedó sin trabajo. Se quedó en
su casa. Se devaluó. El cambio en el mercado negro, y eso que no hay
evidencias, que eran solo rumores, ya cotizaba 1=1 y medio. Con el tiempo el
mercado lo vio cada vez más débil a él y presionó sobre ella. La paridad
extraoficial se fue 1=2. Él, indignado, y herido, la denunció. Ella había
infringido la santa ley. Miles de gurúes le aconsejaron que devaluara, que se
dejara de joder y pagara con la misma moneda, que llevara la relación a 2=2.
Pero no, él quería respetar la ley.
Fue entonces cuando se citaron para poner punto final a
todo. Pero no lo hicieron a puertas cerradas. Los trapitos hace rato que se
lavan en el laverap del barrio. Empezaron con agravios leves. De menor a mayor.
Con chirolas. Con centavos. Pero hoy, 1999, fin de siglo, el centavo vale. La
discusión, la ira, el odio, iba en aumento. Gastando los pocos pesos
convertibles en afecto (1 peso=1 cariño) que aún tenían escondido bajo el
colchón. Porque arriba del colchón, en la cama, hacía rato que habían gastado
más de la cuenta, girando cheques sin fondo (=sin amor), fundido, quebrado,
hasta quedar inhibidos (=sin deseo) ante el Banco Central (=matrimonio). Hacía
mucho que sus desavenencias aparecían en rojo en el Veraz (=barrio).
Siguieron insultos, palabrotas, acusaciones. Un sin número
de miserias que entusiasmaban al público que
asistía impávido a la discusión. Pero luego, con el correr de los
minutos, notaron que era una pelea más, una separación como otras, como tantas
en esta época de cambios finiseculares. Y la pelea fue perdiendo interés. Sobre
todo porque él, con el peso de la ley de su lado, estaba volcando
anticipadamente el juicio a su favor. La gente comenzaba a desinteresarse del
tema. Hacía zapping. Había que levantar la puntería. Dar un golpe de efecto. Un
shock. Sangre. Rating.
Los contendientes estaban agotados, exhaustos, habían
gastado todas sus reservas. Y el Banco Central, por ley, no podía emitir moneda
(=afecto). Las descalificaciones, denuncias, pagarés impagos, cartas
documentos, juicios, iban cayendo uno tras otro. El juez, la sociedad, el
público, estaba por dar el esperado, y falto de interés, fallo. Fue cuando ella
desangrada, debilitada, le gritó desde lo más profundo de sus vísceras, a la
vista de todos, al aire, sabiendo que el director de cámaras la tomaba en PPP
(primerísimo primer plano), el peor agravio que hoy, 1999, fin de siglo, se le
puede decir a una persona, el equivalente al “judío” de los ’50, o “puto” en
los ’70, le dijo: “aburrido”.
Él quedó desarmado. Sin palabras. Sin fuerzas. Fue
descalificador. La relación estaba definitivamente quebrada. Inconvertible.
Fueron a un corte. El último. Antes del quinto bloque. La
animadora, mientras la maquilladora corregía defectos de luz, los felicitó.
Eran en ese momento, hoy, 1999, fin de siglo, el talk show más visto de la tele
(=realidad).
Carlos Cantini
Collage-Cuentos cortos dedicados
Ediciones de La librería (1999)
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