El día que nunca llegué a Bolivia, por María Negro

 


Según el diccionario de Corominas, a mediados del Siglo XVI, tomamos del latín la palabra ilusio- onis, que quiere decir “engaño”, derivada de iludére (engañar), que a su vez deriva de ludére (jugar).

Tal vez lo interesante del lenguaje sea la potencia oculta que esconde en su formación. Luego de la mitad del siglo XIX, la palabra ilusión tomará un significado más cercano al que hoy conocemos. Una viva esperanza, una expectativa favorable de las cosas.

Pero nada, ni las palabras, pueden negar su origen.

Andar ilusionado, creemos es andar en la esperanza, pero en su intimidad, solo es el andar engañado. Hasta podemos arriesgar un poco más y decir/pensar que andar ilusionado es andar engañado por un juego que desconocemos, del que no somos parte más que en la inocencia.

Esa es la postal donde comienza el cuento. Una señora ilusionada, engañada por un juego desplegado en su inocencia, viaja. Junta todos los papeles que le indican las voces amables de las oficinas destinadas para estos fines. Arma una valija pequeña, se afirma en una colecta descomunal que realizan amigos, artistas, amigos de amigos, poetas, duendes, y con todo eso bajo el brazo, se sube a un avión que la lleva –por primera vez en la vida- a conocer eso de andar por el aire en un transporte.

Decide que el norte de su país quiere recorrerlo por tierra, las nubes son hermosas desde arriba de ellas mismas, pero están lejos de los pueblos, y todo lo que ande lejos de los pueblos, queda lejos de la poesía.

Luego intenta guardar en los ojos el silencio de los cerros (no cruzará las montañas, va para el otro lado), esa mujer que limpia una mesa de madera bajo un toldo de bolsas de basura, el niño que escribe bajo un árbol breve en la inmensa tierra, los cementerios pegados a la ruta, delimitados por el cariño de unas cruces que se extienden más allá de los límites determinados para la necrópolis. Las cruces minúsculas y cuantiosas que secundan al micro que sube por el mapa desconocido, que descansa en Tartagal para que ella escriba un texto sobre Aníbal Verón (¿Lo hubiese recordado desde arriba de las nubes? Hizo bien en bajarse, sí, hizo bien), los animales delgados, los seres humanos cada vez más lejos de la ruta, más pequeños, más infinitos.

La música y la batería del teléfono se terminan llegando al límite del mapa. Sabe, se informó, que debe llegar hasta un puente y allí presentar su carpeta de papeles para abrir la gran puerta kafkiana que mantienen las fronteras del mundo. Del otro lado, la espera un país desconocido y es el momento del paso, del salto, de hurgar poesías que desea investigar, de abrazar a los amigos que no conoce. La patria de la humanidad, canta despacito, mientras camina con una valija pequeña y una ilusión que, pronto sabrá, hace honor a Corominas de forma insospechada.

Que por acá no, escucha. Que por allá tampoco. La frontera está abierta, asegura ella a cuanto ser humano le repite que no, si yo tengo acá mis papeles, dice, ilusa, con su carpetita en la mano y su vestido rojo y su valija con libros.

Alguien empuja despacio la valija. En Buenos Aires decimos “un balde de agua fría”, como para ilustrar la sensación del cuerpo ante la sorpresa que se presenta sin amabilidad, sin aviso previo. Un empujoncito despacio sobre la valija le reintegra la luz de la realidad. Está sola, frente a una barrera vacía y unas paredes tapizadas con fotos de mujeres, niñas, niños, seres humanos indefensos que han desaparecido en las cercanías. Comidos por el monte o por los lobos. Solos, como ella y esa valija que alguien empuja despacito. ¿Cómo decir la palabra frontera sin nombrar el miedo?

Cuando era muy muy chiquita, cada noche, al lado de su madre, repetía el mantra del sueño “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”. No lo recuerda en ese momento, lleva un cuaderno de notas que le parece ahora el objeto más inútil del mundo. Si al menos hubiese anotado un mantra, algún mantra, que la ayudase a encontrar luz en la confusión. Pero no, puras poesías, unas frases tan apuradas que hacen ininteligible el registro. El calor, un cielo abierto y mudo, la barrera vacía, y el empujoncito que anuncia que es posible que pronto pierda la valija con sus notas y sus tres vestidos, los pedazos de un pan que no terminó de comer, la botella con agua que ya debe hervir ahí adentro, el teléfono desmayado, las fotos de los seres humanos que se comió la tierra, o el monte, o el lobo.

“Está conmigo”, escucha, porque todavía no perdió la audición. La mano de Rosa (aunque ella aún no sepa que se llama Rosa) se afirma en su brazo. La guía por un camino de tierra manchada de coca húmeda. Hay un muchacho, no recuerda el nombre. Tiene la cara limpia de mentiras, se le nota. Los ojos grandes y abiertos. Se deja llevar. Una mujer, una mesita, algo que parece un patio donde juegan algunos niños, el pago de un billete que saca sin decir una palabra, la espera en una suerte de monte (ahora, cuando se vaya la gendarmería, hay que quedarse quietos), una chica muy joven que corre un poco, que ríe, que insulta a los gendarmes que apuntan desde el puente donde ella estuvo hace un tiempo, hace años, parada, frente a la barrera vacía. Después, la quebrada. Un río bajo, con el agua casi como recuerdo, si ni alcanza a mojarle los zapatos. Trepa, se aferra con los pies mientras busca –y agradece- las raíces al aire de algún árbol que en total generosidad le sirve como liana o como pasamanos. Trepa, no mira detrás. El muchacho lleva unas bolsas pesadas que son de Rosa. Rosa marca el camino, cumpliendo la tarea de las flores. Un pie se lleva al otro hasta pisar Bolivia. Siente el mismo aturdimiento que le da la Avenida 9 de Julio, los cientos de pisadas a su alrededor, pero está Rosa, que le acomoda el cuerpo en un remis, que le paga un té de canela y, ahora sí, se detiene a abrazarla mientras la señora llora su miedo, su ilusión. El acto de crueldad de toda mentira tal vez no sea la mentira, sino la pequeñez de la realidad cuando el engaño queda al descubierto. 

Llora y le cuenta a Rosa la historia de los papeles, de la carpeta de estupideces que le hicieron juntar, los nombres de las oficinas donde gastó tanto tiempo y dinero. Rosa sigue sosteniendo su mano, le cuenta ella ahora la historia de aquella vez donde su pueblo era un manojito de hambre, de aquel trabajo de pobre que consiguió en Buenos Aires, del hombre que amó y se la llevó a Tucumán, de los cinco o seis hijos que no podía dejar de parir, de los golpes, de las humillaciones, de las noches de ruegos al ángel de la guarda para que el hombre se fuera, hasta que un día se fue y ella supo que los ángeles existen y escuchan. De las hijas que tienen, más o menos, la edad de la señora que ahora dejó de llorar y toma el té de canela con paciencia mientras Rosa continúa la historia donde los ángeles existen y aguarda, con ella, la llegada de otro micro que no van a tomar juntas, pero Rosa decide que debe salir en un transporte que venga después de que la señora se suba con su valija chiquita, con el cuaderno que saca de nuevo, con la letra que se hace más clara. Agenda su número por si precisa alguna ayuda en el país a donde pudo regresar luego de que sus hermanos la encontrasen con vida y con tantos hijos. No apunta el nombre ni el apellido, la agenda como “amiga”, y la señora le da un abrazo contra todo protocolo en el tiempo del Covid. Tocar la piel de los ángeles no son privilegios que se encuentren todos los días. Las caras de los seres humanos que la miran desde las paredes le agradecen el gesto, en nombre de los desangelados que oculta el monte, o la tierra, o el lobo. El micro arranca su marcha entre gritos ajenos que venden cosas. La cara de Rosa se pierde de nuevo en el mundo. La patria de la humanidad, vuelve a decir la señora, que intenta cerrar los ojos para no olvidar nada. Sí, la patria de la humanidad.


María Negro


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