Las lunas chinas, por Marcelo Rubio

 



Las lunas chinas no pueden ser iguales a las nuestras, tienen un color distinto, una voz más fría. Brillan sobre incomprensibles signos, en cielos lejanos, descansan en collages de humo dulce. Ellas no guardan secreto alguno y confiesan sus deseos a los oídos de un ángel de ojos rasgados y alas de seda y mar. Sueñan con ser inmortales, o vivir en casitas con techos a dos aguas, o con contemplar al mundo desde la cima de las montañas. Hay una que está enamorada de un árbol de los bosques del sur y otra que besa al viento en los jardines otoñales. Y hay más, está la que remolonea en la esquina del horizonte, la que carga sueños de aire, dos azules y una violeta que solo aparece por minutos los días impares. Mientras la vida se les va, pasean su belleza para los pocos capaces de verlas. Las lunas chinas van a morir en lagos de plata, sus cuerpos descansan en cajitas de cañas que ellas mismas decoraron en sus últimos días. La gente del pueblo llora la muerte de cada una, realizan ceremonias con antorchas que encienden las estrellas; y durante siete noches seguidas, el cielo no tiene luna.


Marcelo Rubio

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