La espera de Ana, por María Negro



Sube tropezando un pie con otro. El 95 arranca impiadoso, empujado por el tránsito. Ella trastabilla y queda cerca de un asiento donde se acomoda como puede y me mira. Lamento en voz alta que debamos viajar como melones que se acomodan solos en viaje y ella sonríe. No hay nada que hacerle, las conversaciones con extraños que se dignen siempre comienzan con una sonrisa.
Ya pasamos Av Córdoba cuando ella se da cuenta que no pagó el pasaje.
 – Qué papelón- dice por lo bajo y me hace jurar para que le guarde el secreto.

Esto de ir y venir todos los días del hospital la tiene agotada. A sus 87 años se le complica subir y bajar de los colectivos. 
– Y arrancan como si jugaran carreras, estos desgraciados.
Así fue a parar al asiento, le recuerdo. Y sonríe de nuevo. Pero no sonríe por mí. Se llama Ana y combina la cartera con los zapatos y el color de sus lentes de sol. Ana me cuenta que hace unos días el “gordo” la acompañó al médico para que no viajase sola.

El gordo se llama Carlos y Ana está segura que fueron compañeros en la primaria. Carlos dice que no se acuerda, pero fueron al mismo colegio, el mismo año. Ana no se olvida, tampoco le cree a Carlos que no se acuerde que fue a ella a quien le dio un beso detrás de una escalerita que daba a la dirección. Pero está segura que Carlos dice que no se acuerda porque es muy caballero. Tan caballero que cuando se reencontraron en esas oficinas donde Ana pasaba doce horas atendiendo el teléfono para la secretaría de ministros de la presidencia, Carlos apenas la miró. Pero Ana lo reconoció inmediatamente y esperó toda la mañana hasta el almuerzo para ir a saludarlo. Carlos había llevado para almorzar dos sanguchitos de lomito con morrón y la foto de una novia flaquita con una cara de mala indisimulable. En cuanto vio la foto Ana se tragó las ganas de decirle al gordo que esa mujer tenía cara de mala y lo iba a lastimar. Mientras comía uno de los sanguchitos que Carlos, “como todo un caballero”, le había convidado, Ana tragaba la bronca hasta el fondo de la panza.
Efectivamente, la flaquita le colgó la galleta al gordo en poco tiempo, y Ana siguió comiendo sanguchitos en los almuerzos, escuchando pacientemente las desventuras de su amigo hasta que un día le habló de otra novia, y luego de otra, y así veinticinco años de lomito con morrón.
La jubilación llegó primero para Ana, ese día le dejó su número de teléfono en un papel y se dio cuenta que le temblaban las manos. Con unos pesitos de acá y otros pesitos de allá compró un departamento en el centro, cerca de Callao, donde Carlos había pasado su infancia.
Año a año fue cambiando las cortinas por el color preferido de Carlos, y hasta logró encontrar una modista – Una de las mejores de Buenos Aires- que le bordó a mano las iniciales A y C en los bordes de las sábanas.
Esperó. Un año, diez.

-          Esperé a que se le murieran todas las novias de viejas, dice con cierta maldad infantil que le brilla en la mirada.

Era jueves cuando Carlos la llamó. Ana no tembló. Le comentó que a la mañana siguiente iba al médico muy temprano y Carlos le pidió la dirección.

-Entonces- dice Ana – él se tomó el colectivo que lo lleva a la estación de tren, de ahí llegó hasta Constitución y se tomó el otro colectivo que lo llevaba hasta casa. A las 7 de la mañana me tocó el timbre y yo sabía que era él. Cuando abrí la ventana de la puerta lo vi parado ahí, en la vereda, solo le faltaba la escalerita y la directora. ¿Cuál es la diferencia entre esperar diez años y viajar como melón desde las 4 de la mañana? Hay muchas formas de demostrar el amor, pero hay que aprender a mirarlas.

Me imagino que Ana puede leer en mi cara cierta molestia. Porqué esperar tantos años, porqué dejar que la vida se pase en suspenso, qué tanto pueden valer dos sanguchitos de lomo con morrón.
Tengo que bajar del colectivo antes de que termine el cuento. No quiero. Se lo digo mientras veo como el 95 cruza Rivadavia a paso de tortuguita. Cómo termina el cuento, como terminan los cuentos de amor a los 87 años.
Ana sonríe. Me recuerda que debo bajar sin denunciarla que olvidó pagar el pasaje. Dice que baje tranquila, que los cuentos de amor siempre terminan igual a todas las edades.


- Con mucho sexo. Lo único que cambia con los años es el significado de 'mucho'.


María Negro

Comentarios

  1. es una maravilla, Maria, tu cuento, tu escucha, tu mirada, y la paciencia de Ana

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  2. María, te descubrí hace unos días y desde ese momento me la paso buscando qué escribiste para leerte. Me encanta como escribís!!!
    Este cuento dentro de un cuento me pareció tierno y triste, como la vejez. Te felicito.
    Me gustaría contactarme con vos.
    Un saludo

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