El arte de volver sin haberse ido, por María Negro
A veces no sabe quién es. A veces se acuerda de cada
detalle. Me mira llegar todas las mañanas y se presenta con formalidad. “Cómo
le va, señora, mucho gusto” y sigue con su tecito. Nada parece resultarle
trascendente hasta que su hija le acerca la caja con las fichas de dominó. Sus
ojos se iluminan y acomoda en la blanca mesa, una por una las fichas. “¿Usted
sabe jugar?”, siempre digo que sí y la nena que la habita salta de alegría. De
pronto me regala una sonrisa que nos va a acompañar un buen rato, hasta que la
pregunta retorne inevitablemente: “¿Vos quién eras?”
Hasta los 86 años caminó 9 kilómetros por día.
“Para mantener este culo”, dice y se baja los pantalones para espantar toda
duda de que se está refiriendo a su culo y a ninguna otra cosa. Un día se
despertó y cerró con llave la puerta de su casa del lado de adentro. Como un
símbolo total.
Y ahí quedó, sentada en una silla de su comedor hasta que la
sacó la policía varios días después.
-¿Vos quién eras?
- Amiga de tu hija, y amiga tuya. Vengo para que juguemos
juntas al dominó. Es aburrido jugar sola.
La nena que la habita vuelve a sonreír, a desparramar las
fichas, a ganarme unos cuantos partidos. “O sos estúpida o no sabes jugar” dice
y se burla de mí que escondo las fichas dobles, manipulo las reglas del juego,
me dejo hacer trampa mientras la mañana cae despacito en el patio y el sol se
adueña de la mesa blanca.
Es verano, hay que tomar agua para estar bien y entonces
ella se levanta seguido para ir al baño. La espero en el patio sabiendo que cuando
me vea su cara no va a poder evitar la extrañeza y la misma pregunta caerá en
una delicada e inamovible cinta de Moebius: “¿Vos quién eras?”.
Es gallega, no española. Esa aclaración le lleva unos
cuantos minutos de desarrollo. Casi siempre lo explica en gallego, así que
comprendo una parte de su historia y otra parte solo la disfruto desde el
sonido, desde la música del idioma de Galicia.
Vino al país pasada su adolescencia. Consiguió trabajo en
una fábrica de cigarrillos donde no faltó un solo día durante 35 años. Allí
conoció a su marido, un finado que de a ratos es el recuerdo de un hombre
maravilloso y de a ratos un verdadero hijo de puta.
Según sus propios dichos, ella nunca fue una mujer amorosa.
Ni cariñosa. Ni sensible.
Sus años de trabajo en el campo le encallecieron el alma.
Todos somos estúpidos. La gente no entiende que no hay
tiempo para llorar. Hay que trabajar y trabajar y trabajar. La gente es
estúpida. ¿Para qué lloran? Hay que trabajar. Se enferman para no trabajar. Se
mueren para no trabajar. Son todos unos estúpidos. ¿Vos quién eras?
Con toda ternura la tomo del brazo. La invito a caminar por
las calles del barrio cerrado. Le gusta el sol en la cara, le recuerda al campo
de Galicia. Solo tengo que cuidar que no se caiga y no se baje los pantalones
para mostrarme el estado atlético de su coxis delante de los vecinos que la
saludan con temor. Son todos unos estúpidos, dice ella, y se sonríe con maldad.
A veces, en esas pequeñas caminatas, sucede algo. No es
fácil de explicar. Como si ella fuese construyendo su propio dominó, alguna
ficha se acomoda demasiado de golpe entre esta señora tan mayor y la nena que
vive dentro de ella. Ese algo entre mágico y químico le moja los ojos. No va a
llorar como los estúpidos, pero no puede evitar que los ojos se le mojen. Me
estoy volviendo loca, dice y levanta la cabecita hasta mí para hablar con
piedad. Siempre estuviste loca, le respondo. Y entonces, otra vez, su nena
propia no se castiga por esta crueldad que es el Alzehimer. ¿De qué forma puede
ser su responsabilidad no saber exactamente qué cosas pasan a su alrededor?
Su cerebro está en una comparsa desenfrenada de idas y
vueltas, de barcos, de viajes, de Galicia y millones de cigarrillos para armar,
de un hombre hermoso y bueno, de un hombre horrible y malo. Vos quién eras,
repite cansada. Yo soy tu amiga y vengo a cuidarte porque te quiero, le digo
como mentira a medias. Su miedo descansa de nuevo. No voy a lastimarla, parece
que eso fuera suficiente para hacerla feliz.
La tarde cae con la sencillez del descampado. Hay un tren
que pasa cerca, sacudiendo a los pájaros que no se acostumbran al temblor que
provoca. La hija regresa, y mi horario de trabajo termina. Ella saca de nuevo
las fichas y me pide que no me vaya, que por favor me quede a jugar un poco
más, promete que no me va a decir estúpida, que no me vaya.
La beso despacio en la frente. Luego en las sienes, en la
nariz, en el pelo. La asalto a besos como cosquillas y ella, su nena consigo,
su cabecita loca, su tiempo despeinado, toda ella se ríe a carcajadas.
En la puerta de su casa, su hija me paga y me da las gracias
a escondidas mientras arreglamos el horario de mañana. Ella se acerca con
sigilo y se queda pegadita a mí. Le recuerdo que ya se va haciendo tarde, que
no tiene que tomar frío, que vaya adentro tranquila que voy a volver a jugar.
Se lo prometo con un abrazo, mientras ella vuelve a tener los ojitos mojados y
me agarra las manos como si fuesen una soguita hacia algún lado. “Qué gustazo,
señora. Qué gustazo”
No le voy a explicar que lleva meses contenta de haberme
conocido. Me llevo su ‘gustazo’ como un premio impagable diariamente, como la
fuerza renovada que mañana va a volver a la mañana, la va a buscar con ternura
detrás de las fichas del dominó mientras la escuche preguntarme honestamente
“¿Vos quién eras?”
María Negro
Enternecedor. Me emocioné mucho. Solamente una corrección. El gallego no es un dialecto. Es una idioma, como el catalan, el vasco, el asturiano, mal que le pese al gobierno español que se rsiste a que España sea una República Federativa. (me salió la gallegada!)
ResponderEliminarMuy buena la aclaración! Vale!!! Qué viva Galicia!! Un enorme abrazo, mujer
ResponderEliminarMe recuerda a mi mami, que partio antes de iniciar la última primavera.
ResponderEliminarElla te hace llorar sin pedir permiso, María te envuelve con un poncho tejido de enfermedad y ternura que no podes escapar sin reflexionar.Maravilloso texto.
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