La punta y coma, por María Negro


Cuenta la leyenda, que aquel 9 de diciembre de 1977, cuando Clarice sintió que su vida se escapaba en un hospital de Río de Janeiro le dijo a una enfermera “Se muere mi personaje”.

Clarice tenía un nombre aún más hermoso: Chaya Bat Pinkhas, ucraniana exiliada de los pogroms antijudíos del Imperio Ruso en 1920 que migró a Brasil donde metamorfoseó su nombre y creó, con empeño, una imagen entre mítica y misteriosa. La mujer periodista y escritora, la señora de clase media esposa de un diplomático, la madre de dos hijos, la mujer que se separa y se dedica a la escritura para sostener a su familia, la escritora que no se presenta a las entrevistas o las responde apenas con monosílabos.

Clarice no tiene la necesidad de hablar, sino de bucear en el lenguaje, que no es lo mismo. Cada ejercicio literario de su puño es una constante reflexión sobre la palabra y el lenguaje, sobre la semántica. Su preocupación se encuentra en lograr que las palabras puedan describir emociones, sensaciones, sin escuadras ni ángulos perfectos; Clarice desencaja el punto y la coma para transformar –sin falsos y helados vanguardismos- un método, un conjunto original de expresiones que se acerquen al ‘alarido interno’ que la desvela.

Recibirá premios, menciones, honores y será nombrada la gran escritora brasilera de su siglo, sin inmutarse. Diez años antes de su muerte, su cuerpo sufrirá serias quemaduras en un accidente. De esas quemaduras nacerá una mano derecha mucho más débil y, por consiguiente, una escritura más pausada, más pensada, más profunda en sus propios océanos. Así, la mujer que decidió sentarse a escribir como mujer en un mundo de hombres, la que impuso una mirada inteligente y crítica, sin correrse un momento de su lugar sino haciéndolo brillar con firmeza, se esmeró por dejar testimonio de aquellas que vuelan los altos espacios del misterio, sin dejar de atender la críos, entendiendo que no hay nada en el mundo –por pequeño que parezca- que carezca de importancia. Buscando el tono mayor, aún en el fondo de los pozos del alma.

Cualquier análisis sobre la obra de Lispector chocará contra la subjetividad, y se encontrará con una inseparable reflexión sobre el lenguaje. Una tensión entre la imposibilidad de utilizar las palabras para componer sensaciones, y la necesidad del silencio; algo que Clarice maneja con mano de maga. El silencio está allí, late, se ufana, nos deja huérfanos de respuestas, se queda esperando que luego de un punto o de una coma alguien diga, por ejemplo, 


María Negro

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