Rimbaud o el tiempo de los asesinos, por Henry Miller
“Si hubo un hombre que viera con el ojo derecho y el
izquierdo, ese hombre fue Rimbaud. Me refiero, naturalmente, a los ojos del
alma. Con uno podía penetrar la eternidad, con el otro «el tiempo y las
criaturas», como está escrito en el Manual de la Vida Perfecta.
«Pero esos dos ojos del alma humana no pueden actuar
simultáneamente», dicen. «Si el alma mira con el ojo derecho la eternidad, el
izquierdo debe cerrarse y abstenerse de actuar y comportarse como si estuviera
muerto».
¿Cerró Rimbaud el ojo que no debía? ¿Cómo explicar si no su
amnesia? ¿O es que ese otro yo que se enfundó como una armadura para combatir
con el mundo lo hizo invulnerable? Aun así, acorazado como un cangrejo, es tan
poco apto para el infierno como lo fuera para el cielo. En ninguna condición,
en ningún dominio, le fue posible permanecer anclado; podía apoyar la punta del
pie pero nunca posar la planta. Como acosado por las Furias, es arrojado
implacablemente de uno a otro extremo.
En algunos aspectos era lo menos francés que cabe imaginar.
Pero en nada lo fue menos que en su vigor juvenil. En él se dieron en grado
extraordinario los rasgos gauches que
los franceses detestan. Era ya tan incongruente como podía haberlo sido un
guerrero vikingo en la corte de Luis XIV. «Crear una nueva naturaleza y un arte
nuevo correspondiente» era su doble ambición. Para la Francia de esa época,
tales ideas eran tan válidas y defendibles como el culto de un ídolo polinesio.
Rimbaud ha explicado en sus cartas de África hasta qué punto le resultó imposible
reanudar la vida de europeo; confesó que hasta el idioma de Europa le resultaba
extraño. En ser y pensamiento está más cerca de la Isla de Pascua que de
Londres, Roma o París. La naturaleza salvaje que se había manifestado en él
desde su más tierna infancia fue desarrollándose cada vez más pronunciada con
el correr de los años y se manifestó más en sus avenencias y en sus concesiones
que en su rebelión. Siguió siendo el extranjero, jugando al solitario con su propio juego, desdeñoso
de los métodos y costumbres que se ve obligado a adoptar. Muestra más deseos de
pisotear el mundo que de conquistarlo.
Mientras el cebú soñaba, él también lo hacía, pueden estar
seguros. Solo que no conocemos esos sueños. Sabemos únicamente de sus quejas y
demandas, no de sus esperanzas y creaciones; sabemos de su desprecio y su
amargura, no de sus anhelos y ternuras. Lo vemos preocupado por un sinfín de
detalles prácticos y suponemos por ello que había matado al soñador que había
en él. Pues bien, es posible que sofocara sus sueños, puesto que eran demasiado
grandiosos. Y es posible asimismo que jugara a la cordura con la astucia de un
superdemente, antes de expirar en esos radiantes horizontes que había
descubierto. ¿Qué sabemos de su vida interior durante esos últimos años? Prácticamente,
nada. Estaba acabado. Cuando se despierta es sólo para lanzar un gruñido, un
lamento o una maldición.
A la anábasis de la juventud opuso la catábasis de la
senilidad. No hubo ningún reino intermedio, salvo la falsa madurez del hombre
civilizado. El intermedio fue también el reino de las limitaciones, de las
cobardes limitaciones. No debe pues sorprendernos que considerara a los
santos,hombres fuertes, a los ermitaños,artistas. Tenían la fortaleza necesaria
para vivir alienados del mundo, desafiantes ante todo, con la sola excepción de
Dios. No eran gusanos que inclinaban la cabeza y se arrastraban, que asentían a
toda mentira por temor a perder su paz o su seguridad. ¡Ni temían vivir una
vida enteramente nueva! Sin embargo, vivir aislado, fuera del mundo, no era lo
que quería Rimbaud. Amaba el mundo como pocos hombres han sabido amarlo.
Dondequiera que fuese su imaginación lo precedía, descubriendo gloriosos
paisajes que resultaban siempre, naturalmente, espejismos. Sólo le atraía lo
desconocido. Para él, la tierra no era un lugar muerto, reservado a las almas
penitentes, afligidas, que se habían entregado, sino un planeta vivo,
palpitante, misterioso, donde los hombres podrían, con sólo advertirlo, vivir
como reyes. El cristianismo la había convertido en algo que ofendía a la vista.
Y la marcha del progreso era una marcha muerta. ¡Media vuelta, entonces!
¡Recomenzar donde abandonó el Oriente, con todo su esplendor! ¡Mirar de frente
el sol, saludar a los vivos, venerar el milagro! Comprendió que la ciencia se
había convertido en un fraude tan monstruoso como la religión, que el
nacionalismo era una farsa, el patriotismo un engaño, la educación una forma de
lepra, y que la ética era para los caníbales. Todas sus flechas dieron en el
centro del blanco. Nadie tuvo una visión más lúcida ni metas más auténticas que
aquel rubio muchacho de diecisiete años con los ojos azules como la hierba
doncella. «À bas les vieillards! Tout est pourri ici!». Dispara a quemarropa a
izquierda y derecha. Pero apenas los ha derribado, ya están nuevamente de pie,
mirándole cara a cara. Es inútil disparar contra platos, piensa. No, la tarea
de demolición exige armas más mortíferas. Pero ¿dónde conseguirlas? ¿En qué
arsenal?
Es aquí donde debe de haber hecho su entrada el Diablo.
Podemos imaginar las palabras que eligió… «Sigue así y acabarás en el
manicomio. ¿Crees acaso que puedes matar a los muertos? Deja eso para mí; los
muertos son mi alimento. Además, ni siquiera has comenzado a vivir. Con tu
talento, el mundo será tuyo con sólo pedirlo. Lo que te hace superior es que no
tiene corazón. ¿A qué demorarse entonces entre estos cadáveres ambulantes, en
estado de putrefacción?» A lo que Rimbaud debió de responder «D’accord!».
Orgulloso, además, de no haber malgastado palabras, hombre de razón como era.
Pero a diferencia de Fausto, que lo había inspirado, se olvidó de preguntar el
precio. O quizás estaba tan impaciente que no esperó siquiera a oír los
términos del contrato. También es posible que fuera tan ingenuo que ni sospechara
que debía existir un contrato de por medio. Siempre fue inocente, hasta en su
perdición. Y fue precisamente su inocencia la que le llevó a creer que existe
una tierra prometida, donde reina la juventud. Y sigue creyéndolo cuando su
cabello ha comenzado a encanecer. Aun cuando deja por última vez la granja de
Roche, no lo hace con la idea de morir en un lecho de hospital en Marsella,
sino para partir nuevamente hacia tierras extrañas. Su rostro está
permanentemente vuelto hacia el sol. «Soleil et Chair. Et à l’aube c’est le coq
d’or qui chante». A lo lejos, como un espejismo que se aleja constantemente,
les villes splendides, las espléndidas ciudades. Y en el cielo, los pueblos del
mundo marchando, marchando. Por todas partes óperas fabulosas, la suya y la de
otros hombres: la creación cediendo a la creación, los peanes sucediéndose los
unos a los otros, la infinitud devorando la infinitud. «Ce n’est pas le rêve
d’un hachischin, c’est le rêve d’un voyant».
Su decepción fue la más tremenda que conozco. Pidió más de
lo que ningún otro hombre se atreviera a pedir y recibió infinitamente menos de
lo que merecía. Corroído por su propia amargura y su propia desesperación, sus
sueños acabaron herrumbrándose. Pero para nosotros siguen tan puros e
inmaculados como el día en que vieron la luz. Atravesó la corrupción sin que se
le adhiriera ninguna úlcera. Todo en él es blanco, resplandeciente, trémulo y
dinámico, purificado por las llamas. Más que ningún otro poeta, mora en ese
lugar vulnerable llamado corazón. En todo lo que está roto —un pensamiento, un
gesto, un acto, una vida— hallamos al orgulloso príncipe de las Árdenas. ¡Que
su alma descanse en paz!”
Henry Miller
Comentarios
Publicar un comentario