Ni el asombro, por María Negro

 Femme assise sur un homme nu, Leonor Fini


El tiempo no cesa. Como si cada invierno hubiese llegado de una forma feroz para ella. Pinta colores en su pelo, con la inerte sensación de quien esquiva la realidad del blanco que avanza y se resiente. Ya no llora. Pone la pava sobre el lánguido fuego de la cocina y prepara el mate. 

Se sienta, el televisor continúa su programación absurda. No recuerda cuándo fue la última vez que lo apagó. Tampoco es algo que la desvele. Alguna vez le importó seguir una historia, una novela, un rato de una novela. Ahora solo le interesa el ruido que apague ese otro ruido. La tormentosa soledad no soporta el silencio. Porque, eso sabe, el silencio es el peor de los ruidos. Teme al silencio mucho más que a la soledad. La cabeza, inevitablemente, comienza a llenarse de palabras, y ese es el problema. Las palabras la han hartado. Las palabras completaron una lenta metamorfosis hasta transformarse en sus enemigas. Solo se callan con un poco de ruido. 

En nada de esto piensa cuando ceba el primer mate. Casi podría decirse que no piensa en nada. Deja que el agua demasiado caliente queme la yerba primero, y su garganta después. El ruido continuo de un muchacho joven y bien peinado anunciando la llegada de otro tren a un lugar distinto, tampoco la distrae. El tiempo no cesa. El segundo mate le resulta tan espantoso como el primero y se prepara para cambiar un poco la yerba quemada, por otra que pueda soportar algunos mates más, mientras de ese tren que ahora ha frenado comienzan a salir familias felices, parejas felices, niños felices que se amontonan frente al muchacho bien peinado. Mira al ruido que fluye desde el aparato. Todos los seres humanos del mundo son felices en este momento. Eso dice el ruido. Así debe ser, piensa, como primer pensamiento concreto y en palabras desde que el mate y la pava, desde que el blanco del pelo y la tintura, desde que el otoño se acomodó en la mugre de su ventana y no se fue más.

Así debe ser, y de ninguna otra manera, piensa. Bajo la mesa, un calor continuo y peludo se apoya en sus piernas. Que nadie te diga cuántos gatos son suficientes puede ser una linda frase para una remera. Ocho gatos amontonados son, a fin de cuentas, millones de pulgas y una incalculable cantidad de pelos. Los seres humanos felices continúan con su ruido que solo se interrumpe por breves minutos para anunciar un shampoo infalible contra la caspa, y un jugo perfecto para las tardes calurosas en una playa distante. 

El primer relámpago no lo vio. Tampoco el segundo. El tercero fue precedido por un trueno poderoso que colmó su atención. Un ruido más fuerte que los otros ruidos atravesó el patio anunciando la lluvia. Se levantó enojada como quien ha sido interrumpido en una secreta labor muy importante. La ropa colgando en la soga debía ser retirada antes de que el agua llegase, barriendo -paradoja de los líquidos- el perfume barato del suavizante. Sacó las primeras remeras sin ningún cuidado. Allí fue que la vio. Detrás de la soga, sobre los canteros, aplastando las flores. Pequeña, es cierto, pero todo es cuestión de perspectivas. No era fácil explicar esa presencia en un primer piso, pero aunque le costase creer había que reconocer que la vaca se las había ingeniado para entrar por algún lado. Por supuesto que no pudo ser por la alcantarilla. Tampoco cabía la explicación de su llegada por los muros. No es necesario tener el secundario completo para conocer que las vacas no suelen ser grandes trepadoras. 

La quietud que antecede a la tormenta parecía mucho más intensa con esa vaca viéndola de frente. Pensó, eso sí lo pensó, que no recordaba si la pava estaba de nuevo en el fuego, si el paquete de yerba estaba cerrado o abierto, si el tren había dejado de llegar a ese lugar que no sabía dónde era, aunque un muchacho tan bien peinado insistiese en el nombre propio del espacio. La vaca solo la miraba. Se miraban. Pensó, eso también lo pensó, que salir corriendo podía ser una opción peligrosa. Por pequeña que fuera aún hubiese podido hacerle daño de alguna forma si decidía perseguirla. Le bastaban dos pasos -a la vaca- para aplastar su cuerpo. Le bastaban dos pasos -a ella- para ser aplastada. 

Las primeras gotas cayeron con fuerza. Miró al cielo de ese minúsculo patio descubierto y entonces sí, pensó sin ruidos, con una inquietante claridad, que los dientes descorriendo su piel, al fin y al cabo, no dolían tanto.


María Negro


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