Cabeza de dama, por Marcelo Rubio





Silvia era una mujer elegante, la belleza – a pesar de los años – no la había abandonado. Llevaba algo más de tres décadas casada con Humberto. Conocían cada detalle del uno del otro, los buenos y los no tanto.

Ambos era personas calmas, evitaban actividades de riesgo, amaban las reuniones sociales. Ella pasó por una etapa de artesanías y pintura. Él se fue metiendo poco a poco en el golf. Silvia pasaba tardes enteras armando rompecabezas, decía que era como una terapia y un ejercicio para mantener el cerebro ágil. Él había procurado colaborar con esa tarea, convencido que servía como esparcimiento, pero llevaba consigo una torpeza casi única que lo impulsaba a forzar la elección errónea de piezas para aplicar en lugares inapropiados. Prefería leer o escuchar música, antes que generar un problema, una discusión, porque a Silvia le molestaba la insostenible carencia de Humberto.

Había algo que con el ir de los años comenzó a desbocarse: a ella le gustaba cada vez más descubrirse algún síntoma de enfermedad. En muchas oportunidades se los inventaba, no para ser contenida por él, sino para ser el centro de los hechos. Humberto estaba cansado de aquella situación, pero bien sabía que otras parejas sufrían situaciones peores. A él no lo molestaba perder protagonismo, sino claudicar temas propios en pos de esos síntomas que, por fortuna, terminaban en nada.

A veces, mientras jugaba al golf, recibía el llamado de Silvia advirtiéndole sobre un dolor de huesos que asomaba como un posible mal de payé, o un mareo intenso, presagio de cierto tumor cerebral. Por algunos años él dejaba todo, corría al hogar para atender a ella. Sin embargo, de a poco, Humberto fue restando importancia a los llamados y respondía a todo síntoma con un lacónico consejo de:

-Ya pasará.

La situación cambio de forma drástica. Silvia no dejó de ser el centro, pero sus dolores y malestares se fueron aplacando. Ella comenzó a tomar clase de reiki, se convenció (o alguien lo hizo, a veces es necesaria la voz de otro para transformarse, aunque en la mayoría de los casos este tipo de descubrimientos son porque el otro encontró un beneficio económico en nosotros) que podía sanar con la imposición de manos. Manejar la energía, volver positiva para ayudar en la salud y llegar al satori. Cualquiera que sufriera un dolor era para Silvia un especial atractivo donde demostrar su nueva capacidad. Se ofrecía para calmar molestias en el cuello, espalda, o migrañas. Dolencias que vistas en otros, para Silvia, no ofrecían ningún riesgo mayor que cuando los había sufrido ella. No dudaba en agenciarse curaciones o mermas de molestias a pesar de que el doliente desconociera mejora alguna.

La única pasión que Humberto había sumado a la vida, era el golf. El trabajo de contador le permitía administrar el tiempo para andar en esos campos haciendo y practicando el swing correcto que le permitiera mover en armonía 124 músculos, probando putters y pitching wedge que le fueran cómodos. El día que Silvia lo llamó por el tema de la cabeza, Humberto dedujo que el amor por el reiki había terminado y retornaban las afecciones malignas y amenazantes. Ella dijo:

-Humberto, creo que algo malo pasa en mi cabeza.

Él se contuvo de dar una respuesta irónica, hizo un gesto al caddie y se alejó unos metros para poder hablar.

-Recién se me acaba de salir – dijo Silvia.

-¿Cómo?

-Me quedé con la cabeza en las manos – y advirtiendo una posible sonrisa de Humberto, agregó – No te rías, por favor, me parece que alguna vértebra se cortó. Hace tiempo leí que…

-Silvia, en un rato estoy por casa y si es necesario te llevó al médico.

Sin escuchar la respuesta, cortó. Terminó su partido de golf y con absoluta calma volvió a casa. Antes pasó por la carnicería, se le había antojado hacer un asado para los dos. Hacía meses que no disfrutaba del placer de encender el fuego, oír quejarse al carbón. Le agradaba asar la carne de noche, la ceremonia para un asador tiene otro color en la oscuridad, es un mano a mano con el fuego, dominarlo para que ilumine y cocine, hacerlo braza blanca que empalidezca a las estrellas. Compró un malbec en el supermercado y algunas otras cosas poco relevantes. Para cuando llegó al hogar, las agujas ya habían abandonado las seis. 

Terminó de acomodar la carne en la heladera y subió a los cuartos. En la habitación matrimonial  estaba Silvia. Sentada sobre la cama, se la veía pálida pero nada parecía estar fuera de lugar. Humberto se acercó, la besó. 

-No estoy bien – musitó ella.

-¿Qué pasa? – preguntó él.

-La cabeza, mirá – respondió ella.

Silvia colocó ambas manos en el mentó, hizo rotar la cabeza un cuarto a la izquierda luego medio giro a la derecha, levantó con cuidado y la cabeza quedó desprendida del cuerpo.

-¡Silvia, por Dios! – se alarmó Humberto.

-Te lo dije, tiene que ser algo de las vértebras – dijo ella con la cabeza en la mano – Ayudame a colocarla otra vez.

-Sí, vamos al médico.

-No, no hace falta, llamé a Gustavo para que venga a verme.

Gustavo era médico y amigo del matrimonio antes de estar casados. Humberto no dejó pasar el tiempo y conocedor de que Gustavo, sabiendo sobre las costumbres de exagerar síntomas por parte de Silvia, tal vez pospusiera la visita, decidió llamarlo.

-Gustavo, no es broma, acabo de ver como se sacó la cabeza y la tuvo en las manos. Por favor venite ya.

Humberto volvió al cuarto. El cuerpo de Silvia estaba sentado al borde de la cama, frente a la televisión. La cabeza permanecía en el otro extremo, sobre la almohada.

-Amor, tu cabeza – dijo él.

-¡Uy! ¡Qué descuidada! – respondió ella, y río. Se incorporó con cuidado fue tanteando
el colchón, debió calcular mal, porque con la mano derecha rozó el rostro y al acercar la izquierda la cabeza se deslizó, cayó al suelo y estalló en cientos de partes, como un jarrón de cerámica. 

Para cuando llegó Gustavo, Humberto pegaba el último trozo de la nuca. Nunca había sido bueno para los rompecabezas y aquí lo demostraba con abrumadora capacidad. Había que hacer un gran esfuerzo para entender que entre todas aquellas cicatrices estaba el rostro de Silvia. El cuerpo de la mujer estaba en el sofá, moviendo nerviosamente las manos. La cabeza, rearmada, se ubicaba en la mesa.

Humberto recibió al médico y lo hizo pasar al living.

-Entrá, no te asustes.

Gustavo quedó paralizando viendo aquella escena. El cuerpo de Silvia de encogió de hombros y abrió las manos esperando un veredicto. Humberto dijo.

-Está fastidiosa y la entiendo. Debo haber colocado algo mal, escuchá. Silvia, amor, hablame.

-Lituni un sos.

-¿Oíste? ¿Qué puede ser? No me mires así, Gustavo, acá el profesional sos vos.



Marcelo Rubio



Imagen: Virgen María castigando al niño Jesús, Max Ernst














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