El silencio de Oscar Wilde, por María Negro

 

Retrato de Inocencio I, Francis Bacon, fragmento


“¿Y yo? ¿No puedo decir nada, Su Señoría?”

Indican las actas de los procesos a Oscar Wilde que el juez Wills no contestó a su pregunta con palabras, solo hizo señas con la mano a los guardias para que sacaran rápidamente a los detenidos de su vista. El jurado fue disuelto. El tribunal se retiró.

El 25 de mayo de 1895, Oscar Wilde, el escritor más reconocido de Inglaterra, era condenado por conducta indecente, como un criminal, por “el amor que no se atreve a pronunciar su nombre”.

El amor que no se atreve a pronunciar su nombre se llamaba Lord Alfred Douglas, le decían Bosie, y se reencontró con Oscar cuando este salió en libertad, para separarse poco tiempo después y dejar tras él dos cosas inevitables: un libro que iba a nombrarlo sin decirlo, un hombre que iba a morir en el dolor y la miseria.

Hasta 1861, la homosexualidad en Inglaterra era penada con la muerte. A partir de allí, y hasta 1885, con la cadena perpetua.

En 1885, en medio de las disputas entre la burguesía poderosa de la Revolución Industrial y la monarquía victoriana, se impuso una reforma legislativa. Como parte de esta reforma, se discutió un problema gravísimo que se extendía en todo el país de las fábricas: la prostitución de los niños y las niñas. El aumento de la edad mínima de consentimiento sexual, de 13 a 16 años, se acompañó por lo que fue llamado la Enmienda Labouchère, dentro de la Ley contra la Sodomía, agregando la cláusula de “presunción”, dada la dificultad que encontraban las autoridades para probar el delito. De esta forma, en menos de 24 horas, la Inglaterra victoriana penaba cualquier acto que pudiera considerarse homosexual, como un delito grave.

El amor que no se atreve a pronunciar su nombre, tenía razones para el silencio. Dentro de la misma ley era penado tanto la corrupción de los menores, como la prostitución de ellos, o el beso de dos personas del mismo género.

La analogía entre el crimen brutal del abuso de un adulto sobre la sexualidad de un niño y el amor que no se atreve a pronunciar su nombre, no es un desfasaje de la antigüedad. No fue hasta 1990, que la OMS quitó a la homosexualidad de la lista de perversiones sexuales, considerada por esto una enfermedad psiquiátrica.

“¿Y yo? ¿No puedo decir nada, Su Señoría?”

Antes de esas últimas palabras, Wilde tuvo varias oportunidades de hablar durante los tres juicios a los que fue sometido. Un Wilde despampanante, provocador, irónico, ingenuo, desplegó toda su capacidad intelectual en el comienzo del primer juicio, que él mismo provocara contra el padre de Bosie quien lo había acusado de “ostentoso sodomita”. La fuerza de los días en la cárcel se hicieron notar pronto, y Wilde comenzó a transformarse, a perderse, a enojarse, a tropezar con su ego -menos mal- recuperando espacios de lucidez, para volver a caer en lo que sería su última batalla posible antes de la cárcel, el divorcio, el decomiso de sus bienes por parte del Estado, el destierro con otro nombre y otro apellido, la pobreza total y la muerte por otitis, en un cuarto de París donde el dolor fue consumiendo su cuerpo, apenas cinco años después, el 30 de noviembre de 1900.

En las actas, que pueden leerse como una dramaturgia perfecta, las persecuciones de la fiscalía se centran, antes que en los testigos (denunciados como falsos), en la literatura construida por el autor hasta ese momento, haciendo hincapié en El retrato de Dorian Gray, desde su prefacio.

Allí, Wilde deja por escrito uno de los axiomas más importantes de la literatura. La literatura no es moral o inmoral, no puede serlo; la literatura es buena o mala según como se escriba, y con eso ya tiene demasiado.

Son las personas, dice Wilde, los lectores, quienes son morales o inmorales, no la obra de arte.

Así, el escritor coloca a toda la sociedad inglesa en el banquillo de los acusados, anticipándose.

“La más elevada, así como la más baja de las formas de crítica, son una manera de autobiografía. Los que encuentran intenciones feas en cosas bellas están corrompidos sin ser encantadores. Esto es un defecto (…)

La aversión del siglo XIX por el Realismo es la rabia del Calibán viendo su cara en un espejo.

La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia del Calibán no viendo su propia cara en un espejo.

La vida moral del hombre forma parte del tema para el artista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.

Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un amaneramiento imperdonable de estilo.

Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo (…)

Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo.

Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo.

Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen también a su propio riesgo.

Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte”.

Concepto interesante que desarrollaría Ricardo Piglia, entre otros, al defender que la literatura, o el proceso que comienza con el libro y que llamamos literatura, es completo solo con la participación del lector, que es quien construye realmente el sentido de un libro.

Mr. Edward Carson, el abogado defensor del papá de Bosie, alegó durante dos días frente al tribunal y al jurado. Sin mencionar una sola vez que durante todo el  juicio fueron nombrados altos mandos de la Justicia y del Estado como amantes de los mismos amantes que decían ser amantes de Wilde, jóvenes de entre 16 y 22 años que se prostituían empujados por el hambre. Su alegato paseó por “El retrato…”, colocando frente a la justicia la obra de arte como prueba de acusación sobre el artista, así como sus poemas, toda palabra escrita por Wilde, fue a parar al mismo caldero.

Luego de encarcelar al hombre se avanzó sobre el colectivo. La persecución sobre la comunidad homosexual se transformó en feroz, la enmienda del señor de apellido francés estuvo vigente hasta 1967, y la discusión sobre la moralidad o inmoralidad del arte parece no terminarse nunca.

¿Qué necesitaba condenar aquella Inglaterra? ¿Al escritor feroz, irreverente y provocador? ¿A la homosexualidad? ¿A la independencia en el arte? ¿Al realismo? ¿A la libertad total en el ejercicio de la literatura?

¿Necesitaba sentar las bases de persecución sobre aquellos que cuestionaran o pusieran en ridículo la hipocresía de la clase social que avanzaba en el poder? ¿Le cobraba a Wilde el precio de mostrar la mugre a la que él mismo decía pertenecer? ¿Wilde era un traidor, o una víctima? ¿Hasta dónde el Estado sigue pesando sobre los deseos? ¿Cuántas condenas naturalizadas continúan recayendo sobre los seres humanos que escapan a las normas del amor?

¿El arte, está condenado por el artista?

¿El artista, está condenado por su arte?

Un largo siglo más tarde, estamos muy acostumbrados a las respuestas.

Wilde supo que no iban a dejarlo defenderse, preguntar fue su forma de acusarlos por ese silencio.

Tal vez, preguntar, sea la forma necesaria que deban tomar los escandalizadores. La confianza en que la duda es la jactancia de los intelectuales, nos ha dejado sin dudas y sin intelectuales. El reino de la verdad absoluta debe concluir su caída.

Ese salto se lo ganó la historia.

 

María Negro

 

Los procesos contra Oscar Wilde

Traducción Ulises Petit de Murat

Editorial Valdemar

 

 

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