Despedida, por Juan Carlos Capurro

 


Helena B, de Banfield, me acompaña desde los diez años. Recorrí con ella los momentos más hermosos de mi vida. Recuerdo su sonrisa, los dientes un poco desparejos, y la sensación del amarillo y el marrón combinados en su aura. 

Fuimos juntos a Roma y tiramos las monedas en la fuente. Estuvimos comiendo un pannino en “Il Cigno”. Después recorrimos la rue de Rosiers y visitamos la casa de Breton, en el 4 de la rue Fontaine. 
A ella todo le maravillaba.

Por motivos desconocidos para los dos, solíamos ir a la Isle de Saint Louis hasta la puerta de la casa de Daumier. Nos poníamos de espaldas al Sena, y mirábamos la madera cascada, en silencio, hasta que -tomados de la mano- desandábamos el camino hasta el hotel de la rue Trosseau.

Ella me decía: ¿Por qué estamos juntos después de tantos años? Yo podría haberme convertido -como estaba previsto- en una burguesa honrada, con una hermosa casa en La Reja. Mis hijos hubiesen sido educados como buenos católicos; misa y comunión. Ya estarían confirmados y preparados para casarse. Después yo me retiraría a cuidar los nietos. Y luego me moriría dulcemente. En cambio, elegí estar a tu lado. Acompañarte en tus luchas, ir a visitarte cuando estuviste preso, soportar el aislamiento de nuestra clase, las miradas esquivas, el desprecio. Contemplé tus obras, aún sin entender del todo… Para mí es un misterio esta vida juntos. Y sin embargo…

Y sin embargo, decía yo, somos el uno para el otro. No importa lo que hagamos, lo hacemos juntos. Vos decidiste dedicarte a combatir plagas de insectos, a estudiar jardinería. Y eso a mí -tan alejado aparentemente de ese mundo- me ha parecido siempre extraordinario. Mientras vos fumigabas, yo fumaba mis Montecristo número cuatro. Mientras yo combatía la plaga del capitalismo, vos cultivabas los rosales de la casa de Turdera que nos dejaron mis abuelos.

Por las tardes, luego de cerrar las ventanas en el verano insoportable, nos sentábamos a leer a Baudelaire. Te causó siempre gracia aquella frase: “La vida es un hospital donde todos los enfermos quieren cambiarse de cama”. Te reías, mientras me mirabas exactamente igual que la primera vez en el Colegio, cuando nos dimos cuenta que estábamos enamorados.

Fue un amor secreto. Al principio, para nosotros mismos. Recuerdo como me abrazaba a la almohada, de niño, en las noches, cuando ya pensaba cómo sería tu cuerpo.
No me defraudaste. Era exacto para el mío. En todo sentido. Nuestro abrazo se fue modelando en la imaginación hasta que, aquella vez que bajamos juntos del colectivo que nos llevaba a casa, nos abrazamos, temblando, en la esquina de Larroque y Alen. Veníamos de nuestros nuevos colegios, distintos, distantes. Cuando te besé no me parecía algo nuevo. Vos me dijiste lo mismo.
Desde entonces nunca nos separamos. En las buenas y en las malas, juntos.

Hoy abrí La Nación y vi el aviso. Estaba tu madre, esa severa opositora a nuestro amor. Estaba Ernesto, los chicos y el nombre de los siete nietos. Todos reconocían la calidad de madre ejemplar y de persona de bien. En eso coincidimos. 

Lamento no haber llegado a tiempo a Recoleta para acompañarte. 



Juan Carlos Capurro


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