Una música, una cajita, por María Negro




— ¿Me prestás el sombrero, tía?

— Es un casquette, nena. Usalo con cuidado.


Debajo de su casquette, cualquier nena podía soñar que era una reina, aunque estuviese en San Martín y fuese domingo de tarde donde los adultos charlaban y bebían vino en copas; aunque fuese ese tiempo prehistórico donde -sin internet- las niñas teníamos por entretenimiento el coraje de revisar los cajones de la tía.

Nélida Beatriz nació pocos días después de la primavera de 1951. Su padre había muerto unos meses antes. Su joven madre daba a luz la vida de Betty, su quinta hija, entre los dolores de la pensión de la calle Congreso y el hospital Thompson, el mismo hospital que había sido testigo de la muerte de su esposo. Dar a luz a pocos metros del desarraigo, de la crueldad que arrancó la vida de Felipe Cabrera y dejó solo una foto que Betty conservó toda la vida, como el retrato de un santo, colgando de un clavito en el amplio comedor de su casa. 


— Se me cae, tía, no sé cómo ponerme esto.

— A ver, es que te faltan unos invisibles, vení para acá que yo te ayudo.


La joven madre de Betty se atrevió a noviar con el vecino de la pensión. Se casaron pronto, y pronto nació otra hija. En algunos años, la joven madre logró traer a su casa los hijos e hijas mayores que estaban en un internado y la familia necesitó un espacio mucho más grande que el que la pensión brindaba. El marido nuevo, empleado de la Municipalidad de San Martín, consiguió un lugar como cuidador de los caballos que arrastraban los carros de los bomberos del distrito, y con eso una casa acorde, prestada como parte de su salario, en la esquina de Profesor Simmons y Lacroze, donde aún sigue funcionando el cuartel de bomberos voluntarios. No queda claro si por ser la hija de un fantasma, o por la composición de su carta natal, Betty fue transformándose en la díscola de una familia conservadora. Rubén Darío y Oscar Wilde en su biblioteca daban indicios de una lectora de pasos firmes y extraños para una casa donde se cuidaban caballos. ¿De dónde sacó esos libros? ¿Quién le indicó el camino de la lectura como un fósforo encendido?


— Tía, necesito los zapatos, porque sino no me parezco a vos.

— Ponete los blanquitos, pero cuidado con el taco que si te caes tu madre me mata.


Terminó el secundario con notas apabullantes, por eso se le hizo sencillo a su padrastro recomendarla para un empleo dentro de la Municipalidad. Fue allí donde comenzó a militar en el peronismo, aunque antes de eso la política ya había logrado seducirla lo suficiente como para escapar de su casa el día que Perón llegaba a Ezeiza y traerse la aventura de la corrida entre balazos para su currículum. Antes de eso, también, había interrumpido un embarazo gestado en los brazos de un hombre casado con otra, empujada por la joven madre que sabía de qué se trataba eso de dar a luz sobre la muerte. La interrupción clandestina le dañó el útero para siempre. Pero no importa, decía Betty, si te tengo a vos, y acariciaba mi nariz como quien tiene entre sus dedos una perla pequeña.

Se fue temprano de su casa, dentro de un vestido entallado y el casquette, luego de una fiesta de casamiento fabulada para su madre. El hábito de inventar casamientos para mi abuela también lo sostuvo mi mamá. Las hijas que se casaban con hombres separados, o que mantenían un matrimonio paralelo, construyeron para su madre una fiesta que aliviara la carga que la moral les imponía. Ambas, tía y mamá, gastaron fortuna en un vestido blanco de novia, en una tiara o un casquette, en una fiesta donde al barrio le quedase fresco en la memoria que la nena salía de la casa materna blanca y radiante, pura y elegida por sobre todas las cosas. No fue hasta la muerte del marido de Betty que ella logró explicar que llevaba veinte años siendo la amante del señor, que eso era lo que había elegido y que las convenciones sociales que sostenían la católica y apostólica alma de mi abuela le sobaban la historia. 


— Tía, me lastimé acá, no me haces un pancito para la merienda.

— Ay, nena, tu madre me va a matar, qué te dije de caminar con los tacos en la cama, vení que te hago pancito, que te parió, nena.


Estaba convencida del amor, como quien conserva en esa idea una religión propia. El amor se llamaba Mario, y fumaba unos cigarrillos fuertes que le daban un aire de actor de cine. La foto del casamiento, ampliada, ocupaba el otro espacio de la pared que dejaba vacío el retrato de su padre. Betty con su casquette y un gesto similar a la afrenta. No hay paz en su rostro. Tampoco en el de Mario que lleva un cigarrillo a la boca y no mira la cámara. Aún así, la elegancia de Betty trasciende la imagen, se instala en su arrogante mirar dentro de cualquier espacio donde uno quiera ubicar la foto. Altiva, desafiante, observa la cámara con el gesto de quien se atreve a lo prohibido, lo sabe, y guarda el secreto. 

La muerte de Mario la dejó sola, con algunos perros, compañeros como pocos; la distancia irreparable con su madre ya no joven, la jubilación municipal, la lenta despedida de amigas y amigos que se iban yendo de la vida, las largas conversaciones telefónicas con sus hermanas. Una soledad cargada de presencias alejadas pero constantes, una vesícula que la iba a traicionar en el momento pandémico y absurdo de la historia, una televisión encendida de forma ininterrumpida, rompiendo el silencio de la familia que no había sido.


— ¿Y esto, tía? ¿Me lo prestás?

— Es una cajita de música. Le das cuerda de acá abajo, viste. Con cuidado, nena, que son frágiles.


La bailarina, delgada y de algún material que simulaba al cristal, giraba sin descanso sobre la pana roja de la cajita. Algún breve extracto de música clásica acompañaba los giros. La nena que fui pasaba horas dando cuerda, embobada, disfrazada de Betty, debajo del casquette y dentro de unos zapatos que me quedarían enormes toda la vida. Imposibles de abarcar. Todos los días, hasta los domingos de paseo, llegan a su fin. La tía levantaba la mano despidiéndome en la puerta de su casa para ingresar con su cuerpo al calor vacío que dejaba la nena que se iba con la madre, para leer poesía mientras tomaba té o seguir renegando por los vaivenes políticos del país. Hubo que vaciar esa misma casa, con el silencio más frío que haya soportado alguna vez. Su presencia fue acomodándose entre cajas que ocuparon mi comedor durante meses hasta que reuní el coraje de desarmarlas. Sus libros, sus ollas, sus zapatos, el casquette que atesoro, sus cartas, su diario íntimo, sus cajitas de música. Todo lo que prometí cuidar descansa en mi espacio. Duerme, como corresponde a los descansos, duerme hasta que despierta. Hasta que cualquier día que no es cualquier día, la cajita de música se acciona sin que nadie gire de su cuerda, abraza el espacio y el tiempo con la delicadeza de los cristales, sin miedo, sin que nadie interrumpa la magia, agota los minutos que tiene, trae a la tía con la misma elegancia con la que hubiese entrado por la puerta, me da un besito en la nariz y sigue durmiendo, suave y poderosa, altiva y plena, herida y valiente, mía, amorosamente mía.

La magia existe, dice Capurro, pasa que estamos distraídos en una vida brutal. La magia existe y acciona sus cristales, hijos del deseo. La magia existe y enciende cajitas musicales. La magia existe y se impone entre devaluación y abismos, entre barbaries absurdas. La magia existe y deja caer su manto inesperado ante las almas atentas. Nunca hay que distraerse lo suficiente como para ignorarla. Lo que está y no se usa, dijo el poeta, nos fulminará.


María Negro

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