El bombista, por Marcelo Rubio

 

        Para cuando empezaba el nuevo año sabíamos todos los detalles sobre la vida de Eugenio Ceballos. El flaco Ricagni lo siguió por cuatro semanas, tal vez fueron tres, porque si hay algo que al flaco le gusta es exagerar. Con los resultados a la vista queda claro que no lo dejó ni a sol ni a sombra. Tomó la tarea tan en serio que en un cuaderno anotó horario de salida, apertura y cierre del puesto de diarios donde trabajaba Ceballos, recepción de los periódicos, cronometró el armado del sector revistas y la cantidad de cafés y cinzanos bebidos en el bar. 

A Ceballos los años supieron acorralarlo, posiblemente hasta le jugaron con trampa. La lesión por el accidente se había agravado con el paso del tiempo, ya no era una cojera leve, ahora parecía doblegarlo al punto de necesitar, algunos días, un bastón. Este era el hombre buscado, el único capaz de batir el parche con sentimiento.

Dos semanas antes del carnaval pusimos en marcha la segunda parte del plan. A lo largo de varios encuentros negó todo.

—No conozco a ningún sabueso Cervallos, o como se llame – decía.

— Ce – ba – llos, como su apellido, Eugenio. ¿Nunca oyó hablar de él? Entre las comparsas se decía que tenía el golpe perfecto al estilo Buddy Rich.

— ¡Irrespetuosos! – se indignó ante mi comentario – ¿Cómo pueden comparar a un bombista con el mejor baterista de todos los tiempos?

— ¿Lo conoció?

— Jamás hablé con Buddy, cierto es que había una admiración mutua, pero nada más – por primera vez sonrió. 

Quise hacer otra pregunta, se había quebrado y estaba listo para confesar. Sin embargo, no me dio lugar.

—Mañana a las 15 en el bar de mitad de cuadra.

Fuimos puntuales, él ya estaba acomodado en una mesa solitaria, al fondo del café. Nos hizo señas.

— ¿Para qué buscan a Ceballos?

Decidí no responder de inmediato. Saqué una carpeta con recortes de diarios y la coloqué sobre la mesa. Diario El Mundo, “El carnaval del 57 tiene dueño: Un bombista de 17 años reparte alegría desde el parche”. Crítica, 1957, “Los Rompe y Raja son la comparsa del año. Ceballos, su bombo principal, enciende la alegría”.  La Prensa, 1958, “Desde la percusión, Ceballos desparrama carnaval para la gente”. Los artículos y elogios continuaban hasta el año 60 cuando varias comparsas entraron en una puja por ver quién podía contratar al gran Eugenio sabueso Ceballos.

Según dijo nuestro hombre, había mucho dinero en juego, tanto como para poder comprar una casa nueva. También estaban por medio los sentimientos, Ceballos se había hecho murguero con y por los Rompe y Raja, dejarlos no estaba en sus planes. 

— El comisario Mariota – dijo en tono bajo – era dueño de Los Impresentables. Se acercó a mi casa y ofreció el doble de dinero para irme con ellos. Le dije una y otra vez que no. Enfurecido amenazó: “Vas a ver lo que te pasa, mamerto”.

— ¿Dijo mamerto?

— Si, eso dijo. Dos días después salía para el trabajo en el frigorífico y un móvil policial me atropelló. 

— Pero los diarios... – comenzó a decir Ricagni.

Ceballos continuó hablando, no nos miraba, tenía la vista fija en el fondo del pocillo. 

— Me rompió la pierna izquierda y me fisuró la clavícula. Los diarios hablaron de un conductor ebrio. ¡Mentira! – golpeó la mesa con el puño derecho, hasta en eso tenía un sonido original – Si buscan el libro de denuncias de la comisaría verán que hay una página arrancada. La policía ocultó todo. Desde ese día no volví a los Rompe y Raja, no volví a ser… Feliz. Mariota me quitó la vida.

Ceballos confesó que en las noches de febrero casi no dormía, paseaba por el living rengueando y fumando sus Imparciales 100, mientras el viento le acercaba las voces de comparsas sin ritmos, sin alma. Según él, los murgueros se quedaron huérfanos de referentes y maestros.

— Los pibes de hoy no tienen un espejo, creen que el carnaval es puro exceso, saltos arrítmicos y canciones a medio tono.

Se mostró convencido de que junto a murgueros ya desaparecidos como el turco Asad (redoblante de Los Carasucias) el tano Perico (voz cantante de Sábados sin Gloria) o la Rusita Ulinky (estandarte de Los Nocturnos de Matanza) podían haber hecho escuela.

La tarde se iba entre anécdotas y recuerdos, evocando nombres, fechas. Llegó el momento de dar una respuesta a la pregunta que inició la charla. 

— Lo necesitamos, Ceballos – dije sin mediar más – Nosotros, los murgueros, y el carnaval mismo.

— Pibe – quiso excusarse.

— Déjeme hablar. Esta tristeza del actual carnaval porteño no es casual – asintió con la cabeza – No sé si es un complot, tampoco lo descarto, pero estoy seguro de que hay un objetivo y es lograr que la gente olvide las murgas. Por eso lo queremos a usted tocando el bombo en la última noche.

— Muchachos ¿Ustedes me vieron bien? ¿Vieron mi andar?

— ¿Y? El golpe sigue intacto, ¿verdad?

Sonrió.

Cumplimos con la palabra empeñada, guardaríamos silencio y no habría publicidad alguna sobre la reaparición de Eugenio. Durante los primeros ensayos con Los Desafortunados de Villa Crespo, Ceballos se mostró tímido y silencioso; en la última semana la euforia se apoderó de él, daba sugerencias, marcaba defectos y virtudes. La noche del cierre, aquella que culminaba con las comparsas desfilando por avenida Corrientes, a Eugenio se lo veía nervioso.

Con Ricagni lo vimos salir, gesto adusto, concentrado en el bombo. Nos hizo un guiño antes del arranque y pude ver cómo tragaba saliva buscando contener el llanto. Los primeros metros lo seguimos de cerca. Algunos mayores que presenciaban el desfile se preguntaban si era el gran sabueso. La gente se emocionaba al paso y ritmo del bombista, había tanto aplauso y alegría como nadie recordara. Los focos de colores brillaban con más intensidad cuando Eugenio batía el parche, algunos estallaron.

Nos adelantamos para recibir a la comparsa en el lugar de llegada. Uno a uno los fuimos abrazando. Eugenio Ceballos no llegó hasta esa línea final. Pensamos que se había enganchado con otra murga; no fue así. Buscamos entre la gente, tampoco apareció. Era bien entrada la madrugada y todavía su bombo retumbaba en la ciudad. Los focos de luz seguían latiendo a cada golpe. 



Marcelo Rubio









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