A mi me pasa lo mismo que a usted, por María Negro


En algunas semanas voy a cumplir 40 años.
No parece ser gran cosa comparado con los millones de años que tiene el Universo y sigue andando. Pero es toda la vida que tengo hasta ahora, entonces eso lo convierte en un suceso extraordinario para mí.
Cuarenta es un buen número donde pararse a mirar. Existe, hacia el pasado, una cantidad de experiencia suficiente como para intentar algunas conclusiones. Cierta aproximación a lo que puede llamarse comprender.
Sobre todo porque cumplo cuarenta en este año, es decir, he vivido los últimos cuarenta años de este mundo.
Soy la niña que soñó con el cometa Halley y volvía del colegio apurada para ver los dibujos animados que ilustraban cómo iban a volar los autos en el año 2000.
A ver si nos vamos entendiendo…

Entonces, como cumplo 40 años en unas semanas, y por cierta costumbre social de provocarse balances en cada cambio de década se me hace inevitable en estos días andar pensando un poco más que de costumbre. Con la paciencia del que observa con piedad y cuidado un cuadro. Me permito reflexionar por cosas que se encuentren un pasito más allá de la cena de esta noche, de las cuentas de mañana, de los guardapolvos limpios de mis hijos para el lunes.

Eso es lo bueno, tal vez, de sentarse a pensar un rato cuando se van a cumplir 40 años. Hacer el trabajo del arqueólogo de nuestro aprendizaje y observarlo críticamente. ¿Qué nos han enseñado con tanto ahínco? ¿Con qué finalidad?

A los 25 años me separé por primera vez. Cuando le conté a mi mamá, me dijo llorando que yo no entendía las cosas que ella había tenido que soportar para mantener un matrimonio.
Recuerdo que me dio una gran pena. En parte porque conocía por necesidad muchas de las cosas que había tenido que soportar. Y por otro lado, porque mi vieja estaba revelandome un mandato milenario. La vida en pareja como un suplicio que se debe aceptar. Sin goce. Sin deseo. Sin amor. Sin vida.

Pero no era mi mamá la única mujer con ese mandato. A las mujeres que estamos por cumplir cuarenta años nos educaron para casarnos y ser buenas amas de casa. Donde lo “bueno” y lo “malo” se entiende como un conjunto de condiciones. Fiel, administradora, paciente, comprensiva, atenta, estéticamente impecable y muy limpia.
Una señora.
Junto todos esos adjetivos y pienso “una señora”.
Pero, a ese conjunto de condiciones, para que pudiera funcionar correctamente, había que sumarle implícitamente el silencio. Una señora, calladita.
Una señora que no se queje. Una señora que solo opine de lo que le atina, y que sea otro el que decida lo que le atina o no. Una señora que deje la vida entera por la crianza de sus hijos y que se permita recriminarle a sus hijos que le deben por eso su propia vida.
Una señora que se permite soñar, pero que sabe callar sus sueños o ponerlos en la vida de la nena, para que sea lo que ella no fue.
No fue hace tanto tiempo donde nos enseñaron desde los hechos que la pareja era el fin del tiempo lúdico, el principio de una vida de aceptación.

El problema de las mujeres que vamos a cumplir cuarenta años es que los sacudones de la historia nos sacaron lo calladitas hasta los huesos, y ahora parece que hay que reinventar el amor de alguna forma, reconstruirlo desde un aprendizaje muy duro para ir probando formas nuevas, con nuevo contenido.
A fuerza de cuestionarnos, no queda nada de donde agarrarse a la hora de querer, más que de la propia experiencia. De los besos errados, del desencuentro que se gesta a pedacitos de vida.
Vamos probando del árbol de la experiencia otras texturas, soy parte de la generación que madura su piel sabiendo que
Se puede ser madre sin parir un hijo.
Se puede ser amante sin ser infiel.
Se puede ser señora sin casarse.
Se puede ser pareja sin ser enemigos.

Voy a cumplir cuarenta años y un deseo cuando sople las velitas se lo dejo a la necesidad de construir del amor una trinchera. Un espacio donde crecer con otro ser humano, para terminar de enterrar el pasado de quererse tan mal, con tanta certeza heredada.

Y arriesgarnos a la incertidumbre de construir todo de nuevo.
A forjar empatías desde un respeto redescubierto.
Somos el camino que miran los ojos que vendrán a quererse luego.

Voy a cumplir cuarenta años y soy toda una señora. Si los ojos que van a quererse un día, hoy nos miran, habrá que construir un nuevo mandato que sirva para un tiempo nuevo: Aprender a quererse tanto, tanto que al otro no le quede más remedio que querernos.


María Negro

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