Manual para no esquivar las tormentas (o formas de amar la lluvia ), por Diego Flores


Tuve una revelación insolvente. Ya para, pensé. Así que tomé mi paragua maltrecho, (como los que tienen cualquier hombre soltero) y salí a la compra de un producto de necesidad básica e indispensable: un parlante portable.

No era mucho el trayecto, tenía que ir hasta Belastegui y Rojas, obviamente que por mandato genético-familiar me perdí a las pocas cuadras mientras eso que era una llovizna timorata se convertía en una suerte de tifón despiadado. Hice base en una falsa glorieta de cemento en esquina Warnes a la cuadra de haber salido. La lluvia ganaba protagonismo mientras yo miraba concentrado y fijamente un charquito tratando de convencerme que “ya está parando”. Entretanto una señora me fumaba al lado y me hablaba de los hectopascales, como si alguno de los dos supiera a ciencia cierta qué carajo son los hectopascales. Un poco convencido por la lluvia que cesaba otro tanto para huir de la conversa climática, me emprendí a la aventura de atravesar la tormenta. Como un augurio de lo que estaba por venir dos baldosas flojas y despiadadas, en un gesto de clara provocación me escupieron grandes cantidades de dulce agua. Al llegar a Warnes comprobé que el agua había ganado ya las veredas. Soy de los que no huyen, así que emulando al bueno de George Clooney decidí que iba a surcar las aguas bravas. A las tres cuadras el paraguas flameaba como una banderola, mi brazo derecho era ya parte del agua y como remate de esa caricatura chaplinesca en la que me estaba trasformando y producto de un cálculo poco certero hundí mis dos zapatillas en un lodazal profundo.

Llegué al comercio como si hubiese venido de San Francisco al trote, el tipo estaba cerrando el local. Yo me paré en frente y solo lo miré, implorando secretamente que esa no sea mi suerte. El hombre me miró pitando hondo el Phillpip Morris y me dijo “si saliste hasta acá con este clima de mierda es porque me vas a robar o me vas a hacer la compre del mes”. Si, le dije. Quiero un parlante portable. Vos estás loco-sugirió- ¿te viniste hasta acá para comprar esa mierda? Para que prendo las luces.-¿Cómo vas a salir de tu casa así querido? No te llevo porque tengo que comprar el dogui al perro- se explayó. Me vendió el asunto y me liberó sin antes recomendarme un té vic porque si no las tos.

Salí a buen paso del local, airoso y sin rastros de tormenta, a la cuadra una leve ventisca se trasformó en un batifondo huracanado, estaba a mitad de calle cuando se desató nuevamente y todo a mi alrededor era un laberinto acuífero.

Llegué nuevamente a Warnes y lo que antes era agua estancada ahora era una correntada inaudita, caminé un tiempo más hasta que sentí que el paraguas era un decoro, solo los lentes y el parlante gozaban del milagro de estar secos.

En las cuadras finales, como en las buenas aventuras, sucedió lo peor. Estaba atravesando una vereda cuando una ventisca empezó a embolsar el paraguas mientras este se contorsionaba para cualquier lado, en el movimiento de atender a tal avatar me desentendí de mis pies y una correntada inescrupulosa se llevó mi zapatilla derecha, la vi irse velozmente, perderse como una barca, hasta que la rueda de un taxi mal estacionado la detuvo. Corrí por el charco desesperadamente y di con mi calzado.

Seguí caminando con el humor de ocasión, insultando al aire, empapado y sospechando un factible resfrio. De repente un taxista sin ningún tipo de escrúpulos pasó bordeando la vereda a alta velocidad empapándome al cuadrado, en un gesto poco republicano repasé en insultos su árbol genealógico, a lo que este respondió con un lanatesco “faquiu” cosa que me envalentonó a correr el taxi como un si fuera un T1000 con problemas de reuma. Ya perdido todo el decoró, decidí que ese sería el peor día de mi vida. Aún la tarde guardaba para mi dos gratas sorpresas: el parlante se me cayó al piso mojándose parcialmente y pisé mierda de perro, una mierda liquida y horrenda.

Cuando me faltaban unas 5 cuadras para llegar a casa vi a un tipo muy parecido a mi viejo y me acordé de uno de los momentos más gratos de mi infancia. Mi viejo me había llevado a “Shaka” los videos juegos de Berazategui. Mientras caminábamos de regreso se desató una tormenta voraz. Tratamos vanamente de mantenernos secos. Mi padre quien representaba la autoridad y todo aquello que coartaba conductas impensadas me dijo una frase más o menos parecida a esta: “Cuando el agua te gana las medias, vos le tenes que ganar al agua”. Y alzó mi 1.20 de altura y me tiró sobre el charco de una plaza, mientras se tiraba de “avioncito” detrás de mí, emulando al gran Pacualito Rambert. Nos revolcamos en el agua y jugamos con algunos sapitos que pululaban por allí.

Cuando salí del recuerdo, me miré los pies empapados, las medias chorreantes. Me reí y deje de caminar buscando falsos amparos y me sumergí en todos los charcos que encontraba, mientras los automovilistas me miraban exhortos.

Ellos, pobres, no sabían las palabras de mi padre.

Y yo había aprendido la lección.


Diego Flores

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