En el nombre de Ana, por María Negro


Uno de los principios más conmovedores de la vida es su propia fuerza por ser. Como el brote debajo de los adoquines que se impone buscando la luz, sin comprender (o por lo menos eso creemos) que su deseo por vivir es tan alto que puede atravesar un obstáculo tal como las piedras.

Yo no conocí a Ana, pero siempre la pensé así, como un brote inclaudicable.

Ana tuvo la fortuna de nacer en el siglo XIX en España. Una España rota por el hambre y por la guerra que comenzaba a expulsar a sus hijos al mundo. Ana estaba casada con Antonio, y desde muy temprana edad comenzó a ser madre. La historia es confusa en este punto, según alguna tía, Ana tuvo 19 hijos. Según algún tío, fueron sólo 14.

La palabra correcta sería, en realidad, que Ana parió 14 (o 19) hijos en el transcurso de su vida. Una parte importante no alcanzó a sobrevivir unos pocos meses. El hambre o las enfermedades se los arrancaban de los brazos. Y Ana, con sus pechos colmados de amor y miseria, volvía a embarazarse.

En algún momento, ya a principios del 1900, la situación en su país era insostenible. Antonio tuvo un ofrecimiento de trabajo. Alguien (los migrantes rara vez se largan a la aventura en soledad) le ofreció un trabajo excelente en un país lejano, a meses de viaje en barco. Argentina les debe haber parecido el nombre raro de un lugar extraño. De todos sus hijos (14 o 19), sólo quedaban tres con vida. Supongo que tampoco Ana habrá dudado mucho, o sí. Pero las emociones no se trasladan en las historias familiares que van de boca en boca.

El hombre que les trajo la propuesta salvadora no incluía pasajes, entonces Ana, Antonio y sus tres sobrevivientes se subieron a la bodega de un barco para viajar en el mar por meses. Tampoco en esta historia se podrá aclarar qué le ocurrió al menor de sus tres hijos al que Ana, una vez más, debió despedir con la amargura del brote talado. Un pequeño cuerpito se disolvió en el mar y nada más. Acá me dan ganas de escribir que ese zarpazo de la miseria era el último dolor de Ana, pero a fuerza de ser honesta, este es el punto donde la historia recién comienza.

Los truhanes no son invento de la modernidad. El señor que los iba a salvar los despertó a empujones cuando el barco llegó a puerto. Pero no era el puerto de Buenos Aires, sino el de Brasil. Todos los polizones, incluyendo a Ana, fueron bajados, desnudados y puestos a la venta en la propia entrada del puerto. ¿Se habrá resistido Ana? ¿Habrá luchado Antonio? ¿Habrán sentido que el mundo era un lugar tan hostil que sólo asesinaba niños pequeños y utilizaba a los adultos como esclavos?

Un capataz de hacienda compró la familia completa. Y Ana, con sus dos pequeños sobrevivientes, supo de la crueldad, los golpes, el hambre, el “trabajo” en la cosecha, la completa maldad de la esclavitud del ser humano.

Pero ahí, cuando la historia parece perdida e irreversible, Ana se las ingenió para volver a embarazarse y hacer de ese, su brote propio, un arma de batalla. Alguna tía dice que fue Ana quien convenció a Antonio de escaparse. Los tíos, claro, dicen que fue la valentía de Antonio lo que empujó a Ana a la travesía. Lo cierto es que una noche, o una madrugada, o una tarde de trabajo en el campo en algún descuido del capataz, Ana y Antonio escaparon con sus dos hijos y se internaron en la selva. Corriendo entre las balas, sin comida, sin agua, con la fuerza inconmensurable del deseo de libertad, escaparon.

Sabemos que Antonio se escapó por otro rumbo, para confundir a los perseguidores y que fueran sólo tras él, así Ana tendría, al menos, una oportunidad. Ya en la roja tierra de la frontera con Argentina, otro pequeñito se desplomó y Ana lo enterró ella solita en el campo, sintiendo la vida latir en su cuerpo y, a la vez, huyendo entre sus manos.

Así como hay truhanes, hay almas nobles. Como cierto equilibrio universal. Esas almas nobles le alcanzaron agua y comida, un caballo, luego un carro, luego un catre donde descansar. En pocos meses, Ana estuvo en el Buenos Aires que le habían prometido y porque el amor es tan poderoso como el brote de los árboles, Antonio la encontró en un conventillo cerca del puerto.

Si cierro los ojos y me permito imaginar, puedo ver sus rostros sin rostro abrazarse en ese reencuentro. En ese momento donde la vida entera puede caber en un abrazo, en una panza enorme donde una niña patea como digna hija de su madre. Las paredes, el encierro, las distintas prisiones donde van a parar las almas no son cosa de esta familia.

El 11 de septiembre de 1909, Ana dio a luz a Francisca. Unos ojazos casi moros se miraron triunfantes. No sé cuando murió Ana, ni en qué circunstancias. La muerte de tamaña luchadora en esta historia es intrascendente. Francisca, más conocida por mí como abuela Paquita, vivió 70 años. Todos los años que les fueron arrebatados a sus hermanos y hermanas, ella los bendijo cada día. Amo a sus hijos y a sus nietos con una ternura que no volví a encontrar en muchas personas. Mi abuela Paquita sentía el deber de honrar la gran batalla que le había costado llegar a la vida. El alma de Ana se le escapaba por los ojos cada vez que decía su nombre.

La vida se impone, como los brotes bajo los adoquines, con la mirada fija en el sol. Soy bisnieta de una mujer que no va a ser nombrada en ningún libro de historia más que en la generalidad de su generación. Sin embargo, es menester desmenuzar en la individualidad, la gran lucha de los migrantes por defender el derecho elemental a la subsistencia. No estaría yo escribiendo esto si Ana hubiese abandonado, cansada y en todo el derecho de estar cansada, su travesía por la selva.

Bendita sea la semilla de quienes, a pesar de todo, no dejan de luchar jamás.
Bendita seas Ana. 
Bendita seas.


María Negro

Comentarios

  1. me emocioné hasta las lágrimas. Bello y terrible relato.

    ResponderEliminar
  2. Gracias Maria Negro. Bellas palabras para una historia de una ternura inmensa

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Esa belleza, por John Berger

Mineros, por John Berger

M, por Luna Malfatti