La madera de Pablo, por Juan Carlos Capurro
Hace ya tres años que murió mi amigo Pablo Rieznik. Éramos
amigos muy particulares. No íbamos juntos al cine ni a la calesita. Pero nos
entendíamos de una manera que sólo ahora tengo más clara. Me ayudó en esto un
gran psicoanalista, Emilio Rodrigué, luego de la lectura de su profunda
biografía sobre Freud, que hace unos días concluí. Allí, Rodrigué desarrolla la
particularidad de la amistad entre Freud y Sandor Ferenczi, figura también
extraordinaria de la primera época del psicoanálisis.
Ferenczi y Freud, dice Rodrigué, se entendían por telepatía,
aspecto que ambos estudiaron a fondo. En una de sus cartas, Freud le reconoce a
Ferenczi que se comprenden tan profundamente, sin mayores explicaciones, a
través de sus respectivos inconscientes. Por eso, la mayoría de las veces, no
necesitaban detallarse como llegaban a las mismas conclusiones.
Con Pablo me pasaba exactamente eso. No necesitábamos
decirnos demasiado. Sabíamos que pensábamos lo mismo. Lo percibí siempre en la
militancia en común y también en los detalles de la vida.
Ambos teníamos una profunda aversión al llamado " culto
de la personalidad", verdadero azote de la vida política, enraizado, de
manera grotesca, en la figura y tortuosa trayectoria de Stalin. Nos reíamos
mucho de algunos viejos profesores de la facultad en la que dábamos clase,
profesores que se creían genios. Nunca se equivocaban. Eran bellos, certeros y
únicos. Tan únicos que nos hacían reír, al tiempo que nos indignaban, por la
forma miserable de opacar, denigrar y maltratar a quienes integraban sus
cátedras, como si ellos, suerte de dioses olímpicos, siempre hubiesen actuado
solos.
Pablo es un ejemplo viviente de lo contrario. Aceptaba en su
cátedra incluso a profesores que, ajenos a nuestra militancia en común, lo
refutaban en los prácticos; ellos también, como cultos cultivadores olímpicos
del saber “marxista”. Jamás pidió
cuentas de lo que cada profesor enseñaba; mientras se cumpliese con el
programa, había libertad de cátedra, sin imponer una “línea única”. Era
abierto, sin dejar de ser riguroso. Porque todo lo que enseñaba no era producto
de repetir como loro un libro, sino que lo sometía a la práctica de su
militancia y de sus esfuerzos teóricos por aportar nuevos horizontes.
Por eso estudiaba a los físicos actuales y aún los
pensadores más lejanos de nuestra corriente,
inclusive, para entender los avances y retrocesos, aprovechando ese conocimiento en la lucha de
las ideas. Así logró dejarnos libros y
artículos memorables, verdadero aporte al conocimiento del marxismo como
herramienta.
Y todo esto Pablo lo hacía con una humildad (y no me equivoco
en el término, no, porque Pablo era altivo, pero con los explotadores, jamás
con los estudiantes, los trabajadores y los compañeros de lucha) que sorprendía.
Un teórico de sus quilates supo escribir y difundir su obra, con modestia, sin
subirse a su ego.
El otro aspecto que nos unía era el humor. Pablo no se
enojaba por tonterías. Casi diría que sólo lo enojaba, en su estilo altamente
elegante, la estupidez. Esto es algo que teníamos en común. La estupidez de los
necios, de los escépticos, de los fatuos, de los psicópatas, todos los cuales
tienen en común creer que tienen siempre razón, sin escuchar ni considerar (salvo
para aprovecharse) a los demás.
Pablo sabía escuchar. Y tenía el don de dirigir sin que eso
crease nunca rispideces. Al escuchar, tomaba las ideas con amplitud, captando
lo mejor de cada situación, sin bajar la guardia de los principios. Por eso
pudo formar una cátedra en la UBA contra toda la adversidad. Y por eso, aún sus
adversarios lo respetaban.
Pablo es un ejemplo de militante revolucionario en todo
sentido. Sufrió tortura, exilio y dificultades sin jamás quejarse, ni buscar en
los entresijos de esas dificultades, supuestos errores políticos de otros.
Nunca lo escuche hablar de lo que padeció, que fue mucho, ni tampoco jamás lo
escuche hablar mal de nadie, ni siquiera en las peores circunstancias.
Fuimos detenidos juntos en 1989, y vi su temple y
solidaridad. Cuando nos subieron al celular para llevarnos a declarar a
tribunales, un guardia quiso agredirme y Pablo, sin gritar ni hacer alardes, me
apoyó de tal manera que el guardia retrocedió en su postura. Con esa calidad
que siempre tuvo para mantener una posición frente a los opresores.
Pablo fue sabio. No discutía nada que no tuviese una
posibilidad de desarrollo. Pasaba por alto los detalles propios de las pequeñas
miserias humanas, para pensar en las grandes tareas, en las que siempre estuvo,
se lo reconociesen adecuadamente o no, sin importarle el “éxito” o la
figuración.
De esa madera inquebrantable, de la madera de Pablo, es el
futuro. Me enorgullezco de haberlo conocido
Juan Carlos Capurro
Hermoso tributo a un ser muy espcial, a quien me hubiera gustado conocer. Gracias
ResponderEliminar... tampoco jamás lo escuche hablar mal de nadie, ni siquiera en las peores circunstancias.
ResponderEliminarUna descripción certera querido Juan Carlos.
Hermosas palabras.
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