El Mensajero, historia de un libro prohibido, por Antonia García Castro
A Gabriela Pesclevi
Había una vez un libro que vivía feliz en una pequeña, muy
pequeña biblioteca, ubicada en el cuarto de Paula y Juan. Era un libro alegre,
simpático, de hacer amigos. Además de muy jovencito por ser un libro recién
escrito, de páginas blancas y tinta fresca. Por eso, no había tomado todavía
ese perfume que tienen los libros viejos, de páginas amarillas, que también los
había en la pequeña biblioteca de Paula y Juan.
Todas las noches, después de la hora del cuento, cuando los
chicos estaban dormidos, “El Mensajero”, que así se llamaba este libro, se
juntaba con otros libros para charlar un ratito. Era común verlo con “El
Diccionario”, un libro grueso, bien educado, aunque un poco –apenitas– fanfarrón…
porque era el único libro que conocía todas las palabras. También solía
juntarse con “La R”, un libro nacido en otro país y que había viajado
muchísimo. Aunque este libro, al igual que los demás, tenía una tapa, un nombre
y esas cosas, nadie lo llamaba por su nombre sino “La R” porque hablaba raro.
¡Rarísimo! O más bien: rrarrrrísimo (porque no le salía muy bien eso de
pronunciar las R).
Quizás fue porque los libros vivían felices…
Quizás porque las ventanas del cuarto daban al jardín…
Quizás porque no se escuchaban los ruidos de la calle…
Quizás porque hubo vacaciones de invierno…
Quizás porque la abuela invitó a Paula y Juan…
El asunto es que un día, en que no estaban los chicos, pasó
una cosa tremenda. Una cosa tan pero tan tremenda, tan inesperada, tan extraña,
tan verdaderamente sorprendente, que casi no parecía cierta. Y tan es así que
durante mucho, mucho tiempo, ninguno de los libros de Paula y Juan se atrevió a
contarla para que nadie anduviera diciendo que eso… era puro cuento…
Fue más o menos así.
Era la hora de la siesta. Todo estaba tranquilo. “La R” le
estaba contando a su amigo “El Mensajero” lo lindo que era trabajar como piloto
de la Aeropostal (una compañía de aviones especializada en el transporte de
cartas*), cuando de golpe y como a los tumbos, se abrió la puerta del cuarto.
La madre de los chicos entró. Se fue derechito a la pequeña
biblioteca, interrumpió a los amigos en plena conversación y se los llevó (¡a
los dos!) sin escuchar protestas. “El Mensajero” creyó escuchar la palabra
decreto*. “La R” intentó replicar: “¿decreto? ¿qué decreto?”. “El Diccionario”
quiso ayudar, pensando que “La R” tampoco conocía la palabra. Pero el Libro del
cuerpo humano le tapó la boca y no se supo más.
Los libros fueron a parar a la cocina donde había otros
libros esperando en la mesa. Todos serios, todos con las mismas caras de
asustados.
–¿Qué pasa, compañerroos? –preguntó entonces “La R”.
–Nos prohibieron –dijo en tono grave, un libro de tapa dura.
–¡La pucha! ¿Otra vez, Federico?
–Otra vez.
–“La R…” –interrumpió “El Mensajero”, casi en un susurro,
¿qué quiere decir prohibieron?
–Ay muchacho, este es un cuento de nunca acabar… prohibieron
viene de prohibir, quiere decir que algo NO se puede hacer. En este caso, ya no
te pueden leer.
–¿Cómo es eso?
–Significa que Paula y Juan no te pueden leer más.
–Pero, ¿por qué?
–Porque otros… te consideran pel…
“La R” hubiera seguido con sus explicaciones si no fuera
porque en ese momento la madre los tomó y los envolvió en papeles de diario.
Primero un papel. Luego otro. Y otro, y otro, y otro. Cuando todos los
paquetes, que eran muchos, estuvieron armados, los llevó hasta el jardín, donde
el padre estaba haciendo un agujero, igualito al agujero por el que se había
caído esa atolondrada de Alicia en el país de las maravillas.
No hubo tiempo de nada. De buenas a primeras, los libros
prohibidos se fueron por el túnel del jardín.
–¡Aaaaaaahhhh!!! – gritaron algunos.
–¡¡¡Yujujuuuuu! –gritaron otros. Porque no faltó el que se
aprovechó de que nadie lo estuviera mirando para divertirse un rato.
Plup, plup, plup. Uno tras otro fueron tocando tierra firme.
Hubo paquetes que se abrieron en la caída, y los libros quedaron abiertos y
estuvieron un rato contándose las páginas para verificar que no faltara
ninguna. Algunos quedaron bocabajo, otros medio torcidos. Los libros que
todavía estaban en sus paquetes fueron soltando las cintas, sacando los papeles
de diario, y entonces se dieron cuenta de que no estaban solos… Aunque el lugar
era oscuro, vieron que alrededor, y más allá, y más allá, había libros… otros
libros… Eran los libros prohibidos de toodaaa la ciudad…
Los libros de la casa de Paula y Juan se quedaron quietitos,
apretaditos. Luego, en medio de la penumbra, hubo miradas de complicidad, una
que otra sonrisa, hasta que uno de los libros de no se sabe qué casa, un libro
bastante gordo y viejo, dio un paso adelante y estiró los brazos en gesto de
amistad. Discretamente, “El Mensajero” le dio un empujoncito a “la R” para ver
si se animaba… Pero no fue “la R”, sino el libro al que llamaban Federico, el
que se adelantó y le dio al libro viejo un gran abrazo.
Entonces, todos los libros de la casa de Paula y Juan se
adelantaron y saludaron a los otros. Fueron momentos de gran emoción. Algunos
lloraban. Otros reían. También había libros desubicados que correteaban por
todas partes. Y así fue como los libros de Paula y Juan se instalaron en la
guarida de los libros prohibidos.
Al principio, los libros se juntaban para intercambiar
información. Rápidamente se supo que no había un solo túnel sino que cada casa
tenía su propio túnel para esconder los libros que corrían peligro. Todos esos
túneles desembocaban en la misma guarida. También se supo que no era la primera
vez que esto sucedía, que ya en tiempos remotos…
Al “Mensajero” esto le parecía muy triste. Sentía ganas de
llorar. Sobre todo cuando se acordaba de Juan, que era el más chiquito, y ni
siquiera sabía leer, y se lo pasaba sacudiéndolo como si, en vez de libro,
hubiera sido un sonajero o como si se hubiera olvidado una bolita o alguna
cosita entre las páginas... ¿Y qué le leerían ahora? ¿Caperucita Roja? ¡Ufa!
Ahí vinieron los suspiros, las quejas.
Que adónde se ha visto un libro sin lector…
Que un libro sin lector es como un pájaro que no canta…
Una noche sin estrellas…
Un cumpleaños sin cumpleañero…
Pasaron los días, las semanas. Luego vino el aburrimiento, los
bostezos. Algunos libros jugaban al truco. “El Mensajero”, que nunca había
aprendido, aprendió. Le enseñó el libro viejo. También hubo intentos de fuga.
Pero era inútil.
–Los libros no pueden liberarse solos –les dijo el mismo
libro viejo, que era también el más sabio–, solo pueden ser liberados por sus
lectores.
Y a eso se dedicaron también, a contarse unos a otros
quiénes eran sus lectores. Así pasaron los meses, los años.
Los libros se fueron llenando de polvo, y hasta “El
Mensajero”, siendo tan joven, fue cambiando sus colores y tomando olor a libro
antiguo.
Hasta que un día… como si un montón de luciérnagas hubieran
entrado en la guarida… o como si todas las madres del mundo y todos los padres
del mundo hubieran abierto las cortinas del cuarto donde dormían sus hijos… se
hizo la luz.
–¡Hurraaaaa…….!!! – se escuchó por todas partes.
–A sus puestos. Todos en fila. ¡Una fila por casa! – clamó
“La R”.
El libro viejo, ahora más viejo, se despidió de Federico con
voz muy suave y algo temblorosa: “hasta la próxima, compañero.”
“La R” organizó a los libros de la casa de Paula y Juan. Ni
bien estuvieron listos, le hizo una seña al “Mensajero” para que se ubicara
primero. Con un inmenso orgullo, el “Mensajero” encabezó la fila que fue
subiendo por el mismo túnel por donde habían venido, ahora alumbrado por
velitas, y hasta con escaleras.
Allá a lo lejos, se oían voces de niños. ¿Paula y Juan?
¡Paula y Juan! Aunque eso no era posible, había pasado mucho tiempo… Mumm…
¿Serían otros niños? ¿Cómo saberlo?
“El Mensajero” dudó. Luego, con una inmensa sonrisa, avanzó.
Antonia García Castro
Ilustraciones: Azul Cedrón
* Aporte del Diccionario:
DECRETO: decisión que toman las personas grandes y que no se
pueden discutir (algo así como tomar la sopa o lavarse los dientes antes de
dormir). Habitualmente esas decisiones se ponen por escrito y se publican para
que todos las conozcan.
CARTA: palabras escritas en papel, antiguamente se usaba
como medio de comunicación entre personas que se amaban y vivían lejos. Las
cartas se doblaban y guardaban en un sobre. El viaje de un país a otro lo
hacían en tren, en barco o en avión.
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