Beaubourg, por Juan Carlos Capurro
Hace unas noches, cerca de la madrugada, al dejar atrás el
boulevard Sebastopol, pude ver, de casualidad, al conocido periodista argentino
J.A, persiguiendo a una gitana, en uno de los laterales del Centro Pompidou, cerca de la fuente de las
mangueras elegantes. La mujer, bellísima, intentaba seducirlo, quizás para robarle. J.A
la seguía, entrando en el juego, porque - la idea me pareció clara en
ese momento- creyó ser más inteligente que la gitana. Vi con toda nitidez
como forcejeaban entre dos columnas,
cerca de Les Halles. No gritaban, pero su desesperación era mutua, mientras trataban de prevalecer uno sobre el
otro. Sentí -y ese sentimiento no me sorprendió, a pesar de ser arbitrario-que
eran, apenas, dos estrellas afines, ambas un poco estúpidas, con esa estupidez
que sólo pueden generar las personas muy inteligentes, cuando se pierden en su
respectivos espejos.
No sé cómo términó el extraño episodio. En otras
circunstancias me hubiese quedado a ver el desenlace. Si lo menciono es porque
luego, simultáneamente, otros hechos se vincularían a mi percepción de ese
momento.
Estaba apurado. Tenía que seguir hacia el Beaubourg, porque
allí se estaba por transmitir, en pocos minutos, el video con la última entrevista a Pier Paolo Passolini, pocos días antes de
su muerte. Desde la pantalla gigante, Passolini hablaba como una estrella, como
una piedra dotada; algo que nacía,
quizás, de sus frases, a la vez secas y oceánicas. Ante las preguntas agresivas
del especialista, explicaba que estaba terminando " Saló", su última película,
basada en la obra de Sade Los 120 días de
Sodoma. “Aquí narro –dijo- los horrores del final de la república fascista,
inventada por los nazis para salvar al Duce; es decir, a toda la burguesía
italiana".
Lo más inesperado vino luego. Passolini anunció, sin que el especialista le
preguntase nada al respecto, que sería asesinado por los neofascistas
italianos, fingiendo un asunto de pelea entre homosexuales, y que antes de
matarlo, "a palos" (fue preciso en esto), también le robarían los
negativos de "Salo”. Agregó que ni
la policía, ni la justicia italiana, harían nada concreto para esclarecer su
asesinato, ni sobre el robo de la
película. No lo dijo quejándose. Simplemente se limitó a consignarlo, de manera
serena, casi con cierta resignación histórica. Terminó diciendo, ante la cara
tumefacta del especialista que lo entrevistaba, que él los iba a superar,
porque había guardado una copia de los negativos, que la película ya estaba
terminada y que -a pesar de su muerte- se estrenaría. Lo dijo con una sonrisa
de satisfacción
Al terminar el video se propuso un debate, actividad
francesa, según el aviso, "sin fines de lucro”. El debate era dirigido por
un profesor de Sciences Po, de apellido Panovsky, que lo primero que dijo fue
que Passolini era un hombre de otra época. No dijo cual, pero imaginé que no
era la época del profesor Panovsky.
Lamentablemente, no tenía
tiempo (nuevamente no tenía tiempo) de quedarme al ríspido debate que se
presentaba, a juzgar por los murmullos de desaprobación a las palabras de
Panovsky. Había algunos jóvenes
intrépidos, entre los que pude ver un cartel de Lutte Ouvriere, lo que
prometía..
Quería quedarme, pero al igual que en el episodio que acabo
de mencionar sobre el periodista (si lo ubican, coincidirán en que se cree un
galán irresistible, y era un lindo espectáculo verlo manipulado por la gitana),
no podía. Tres horas después, debía viajar a Buenos Aires, hasta la casa de
Pedro Roth, en el barrio de Palermo,
donde me esperaban para el ensayo final
de la ópera de La Ballena, dirigida por Sebastien Libolt.
Durante el largo viaje, sin dormir -o eso creí- estuve
viendo estrellas. La noche era muy clara desde el avión. Todo era nitidez. La
mayoría de las estrellas dormían, otras brillaban en la oscuridad.
Al llegar a Buenos Aires, me ocurrió lo mismo que en el
avión: en el subte, en los colectivos, en las calles, en todas las esquinas, no
paré de ver estrellas. Estrellas esquivas, lejanas, a veces convergentes.
Estrellas agrupadas, sostenidas entre sí; estrellas solitarias, agudas,
rectangulares, polifórmicas, algunas con alusiones de oveja, de cangrejo, de
delfines, de bruma. Ya no era sólo la estrella
del periodista J.A, ni la de la
bella gitana, ni la de Pier Paolo Passolini. Todos, todo, absolutamente, eran
estrellas.
Lo excepcional de las estrellas, pensé, mientras las estaba
mirando, es que no hay dos iguales; como tampoco hay nada igual a nada en la
Naturaleza. Esto es tan evidente, asumí, que resulta finalmente invisible. Sólo
conocemos el cinco por ciento del Universo. Y hay varios de ellos. Ignoramos al
cielo. Solíamos mirarlo cuando éramos niños y, entonces, más humanos. Era común
ir hacia arriba, en la noche, subirse a la terraza. Estaban las estrellas
elegidas. Me acordé (lo vi con claridad) de un triste episodio de mi
adolescencia, cuando colocaba allí, en una estrella muy luminosa, a mi prima muerta
en un estúpido accidente.
Seguí luego con el razonamiento. Los fascistas, esos que
planearon asesinar a Passolini, al igual que -¿sin tanta maldad, sin tanta
planificación?- los escépticos, ¿consideran
que no hay que perder tiempo con las estrellas? ¿Para ellos, puede
existir el universo, pero sólo como concepto, como algo dado, quizás; algo que no podemos analizar demasiado, porque
hacerlo constituye una pérdida de tiempo? Demasiadas estrellas, en la escala de
una vida tan breve. ¿Las estrellas, una por una, se vuelven insignificantes? ¿Son apenas un punto de una masa indistinta,
y también, podría ser, para los más reticentes, el componente de una masa amorfa?
Recordé entonces que Newton -al igual que Passolini, un
alquimista, un mago- no hacia otra cosa que analizarlas una por una. Para los
materialistas de hábito, carentes de la sal de la dialéctica, los hombres como
Newton pueden ser científicos, pero nunca poetas. Descubrir las leyes de la
física, sí, pero ir más allá, para estos inocentes, puede resultar algo
estéril. ¿Cómo ir por las estrellas, una por una, si son millones? Para Newton,
según ellos, sólo existió una manzana; las demás no cayeron. ¿Se confunde lo
único, con la exclusión del resto como único?
Esa negativa a ver lo invisible no resultó, para mí, en ese
momento, una respuesta simplificada.
Rememoré, de golpe, a un gran escéptico, Samuel Beckett,
para quién el individuo es una sucesión de individuos. ¿Qué importancia puede tener la estrella número
tres mil doscientos veinticinco millones? Esa que se llama Alfa Centauro, cuyas
características completas aún no conocemos.
Entonces se me apareció, como una figura que flotaba, un
hombre de rostro tranquilo. Era Spinoza. Era él, sin dudas, porque pulía sobre
una mesa un cristal; un cristal que tenía la forma de las cataratas del Iguazú.
Spinoza me miró fijamente, y me alcanzó un papel, justo
antes de despertarse, porque ese es el momento, según los especialistas , en que mejor se entiende
y se recuerda un sueño. El texto decía lo siguiente:
"Así como hay una piedra lejana que brilla en lo
infinito del cielo, entre miles de millones que brillan, las personas brillan
en la Tierra, junto al brillo de una"
Eso es todo lo que recuerdo.
Juan Carlos Capurro
Muchas gracias Capurro. Hermosas palabras. Gracias por compartir tus emociones, tus pensamientos y, además, a Passolini
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