Apuntes sobre una espera: “La piedra de la locura”, por Diego Rojas
Pensamientos, experiencias, ilusiones y temores en la
antesala de un trasplante
Dijo:
-A ver, vos. ¿Cuál era el segundo nombre de mi perro cuando
yo tenía dieciséis años?
La mirada fija y el silencio gigante. Un hombre mayor y una
mujer mayor, interrogados por un hombre que ya pasó el umbral de los 40 y cuyas
manos se encuentran atadas a tubos de metal.
-Ey, vos, contestáme -insistió nervioso el más joven.
El mayor arriesgó:
-¿Inti?
-Sí, pero pregunté por el segundo nombre -respondió veloz.
-Wenceslao…
El hombre de las manos atadas se dio vuelta contra la pared
todo lo que pudo y se hundió en el silencio. “Estos están bien entrenados”,
pensó.
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Uno de los primeros encuentros con mis padres en el lugar
que yo denominaba una cárcel clandestina y ellos un sanatorio tuvo este tenor.
Al despertar del coma inducido en terapia intensiva, estaba tomado por la
desesperación y mi mente había concluido, paranoide, que todo se trataba de una
gran puesta en escena para secuestrarme y callarme. Dos días después, química
mediante, había regresado a un estado regular, no sin dejar de pensar que había
caminado por las cornisas de la locura.
¿Pero qué es ese miedo y pavor que despierta y crece en el
pensamiento de sus víctimas -o amigos-?
“Maestro, quítame pronto esta piedra” es la frase en letras
doradas que encabeza la temprana pintura de El Bosco Extracción de la piedra de
la locura, de 1501. La pieza anticipa el coro de monstruos y criaturas de la
obra posterior del holandés (que Pier Paolo Pasolini, el ¡genio! de Pier Paolo
Pasolini, llevó al mundo de los sueños en Decamerón) y se centra en un episodio
narrativo convertido en una pintura perturbadora.
Un médico trepana un cráneo, es decir, con un bisturí
escarba en la piel y los huesos de la cabeza del paciente mientras es observado
por un cura y una mujer de una impavidez superlativa. Sin embargo, lo más
tremendo se juega en las miradas. Aquel demente a quien en el medioevo quiere
curar buscando piedras en su cerebro mira ¿pidiendo auxilio? al espectador. El
espectador mira la desesperación en los ojos del trepanado. ¿Esto es real?
¿Está pasando? ¿Estoy loco “Maestro quítame pronto esta piedra”? Si hay
principio de realidad, se es como el resto de los humanos. Si no, una piedra se
alojará en lo profundo del cerebro.
Macabro, ¿no? Cada año aparecen obras fílmicas y editoriales
cuyo protagonista es un “demente” que acosa y mata a los “normales”. (Los
surrealistas reivindicaban la locura como un acto de rebeldía frente a la
estructura social cristalizada. Sin embargo, habría que ver qué hubiera hecho
Breton frente a Norman Bates en su hotel. Yo creo que hubiera podido alcanzarme
en mi carrera escapatoria).
Luego de salir de terapia intensiva fui trasladado a terapia
intermedia, donde el tratamiento médico del Hospital Alemán es muy bueno.
Necesito un trasplante de hígado. Estoy alejado del ala de internación que da a
Pueyrredón. Esa es un ala prohibida. Un ala casi secreta en donde son atendidos
los enfermos de Covid-19.
Además de películas pasatistas de bajo presupuesto también
hay muchas de gran calidad y terror. Un caso extrañísimo para el país es
Maratón de la muerte, dirigido por John Schlesinger con Sir Laurence Olivier,
Roy Scheider y Dustin Hoffman como protagonistas. Fue estrenada en 1976. Es
decir, mil novecientos setenta y seis. Maratón de la muerte es un espejo
deformado de la política represiva de Perón, Isabelita y López Rega. Levy
(Hoffman) es un estudiante especializado en tiranías contemporáneas. Una serie
de circunstancias hace que el Dr. Szell (Olivier), una especie de Mengele,
señale que Levy es un agente del gobierno. Y entonces -ESCUCHEN POR DIOS SANTO-
empieza a torturarlo con un torno de dentista. Sí, la peor de las pesadillas:
dentistas fascistas torturadores. Escuchen el sonido del torno, figúrense cómo
el metal se posa ex profeso sobre un diente sano. Desmáyense.
Bueno, y pasa en 1976, en paralelo a las torturas del
régimen en la Argentina. Pero dentistas y fascistas: ¿quién lo hubiera pensado?
Los locos estaban de moda. Un año antes, en 1975, se
estrenaba Atrapado sin salida, de Milos Forman, con Jack Nicholson y Danny de
Vito, entre otros. Ganó cinco Oscars, entre ellos la primera estatuilla que
ganó Nicholson, quien interpreta a un delincuente que se las arregla para
cumplir su pena en un manicomio que, claro, termina revolucionado por él.
Sin embargo, la producción que más me gusta en este
subgénero es Sólo vine a hablar por teléfono, un cuento de Gabriel García
Márquez incluido en la compilación Doce cuentos peregrinos. Si leer Cien años
de soledad cuando era muy chico me hizo leer con sorpresa, varios años después
esto se repetiría con García Márquez y estos textos en los que, por ejemplo,
una mujer baja del ómnibus, se acerca a un teléfono público y ve cómo el chofer
que la debe llevar parte sin ella. Está en la puerta de un manicomio. El resto
lo pueden imaginar, pero mejor lean.
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Yo despertaba de un coma, dos personas idénticas a mis
padres se hacían pasar por ellos; no sabía dónde estaba ni por qué había sido
secuestrado quién sabe por quién. Ese hombre y esa mujer eran iguales a mis
padres y habían sido bien entrenados: sabían todo de mí.
Pero yo estaba loco.
Un hombre y mujer mayores tratan de establecer contacto con
otro hombre más joven, parecido a ellos. “Wenceslao”, pronuncia el hombre mayor
y el más joven se da vuelta hacia la pared todo lo que puede, todo lo que le
permiten las manos atadas a tubos de metal a los costados de la cama.
Un hombre de anteojos, con guardapolvo blanco, ingresó.
-Quiero que tomen esto con la mayor tranquilidad -dijo-.
Lamentablemente no hay alternativa y debemos hacerlo lo más rápido posible. Es
que la vida de Diego depende de esto: hay que realizar de manera urgente el
trasplante.
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