Esta es la historia de un hombre, una luna, tres dudas y un espejo, por María Negro


Llama, Juan Carlos Capurro

Esta es la historia de un hombre, una luna, tres dudas y un espejo.

El hombre es ruso. Ha nacido en la agonía del siglo XIX de una Rusia convulsa. Papá y mamá resuelven separarse y al hombre, entonces niño, lo cría su abuela. Lo alimenta, le inculca la lectura y las ciencias. El hombre, que aún no era hombre, llega a la tierna edad de su adolescencia, a ese estadío intenso de confusiones y desasosiego, cuando el mundo se pone a la altura de sus circunstancias y estalla en tantas guerras como le es posible. Por supuesto que el hombre, que ahora sí es empujado al sustantivo hombre, es obligado (reclutado, se dice en este idioma) a ser parte de las tropas del Zar en esa Primera Guerra que no fue la última.

La guerra es compleja de adjetivar. Se lleva con su existencia las posibilidades de ser dicha, tal vez por eso Celine tomó cientos de páginas para poder abarcar la palabra guerra, y que esta tuviese algún significado más cercano a la acción, al verbo, que a un simple hilo de letras.

Allí, en ese espacio inadjetivable de la historia, el hombre descansa en la trinchera. El sonido de la muerte en la noche, lo acompaña. Relámpagos de finitud total apenas iluminan el cielo. Nada le permite ser un niño, nada de eso que lo rodea, tangible e inmediato.

Nuestra primera duda ha sido disparada. Tal vez el hombre, permitámos suponer ya que las biografías se detienen pocas veces en lo importante, sintió en su cuerpo aún niño, confuso y desconcertado, la necesidad de escapar de esa ausencia de palabras, de esa ausencia de humanidad, de esa ausencia absoluta y por eso miró el cielo nocturno y sin nubes. O tal vez el hombre, aún niño confuso y desconcertado, cerró los ojos ante el dolor, alzó la visión (diferencia entre sustantivo y verbo, poeta) hacia el cielo nocturno y sin nubes. Ya sea por la poesía, o por la necesidad, que son la misma cosa en su centro, el hombre miró al cielo y en el cielo había una única luna iluminando todo. Una luna redonda y despareja, la misma que miramos o ignoramos en este tiempo, colgada de la nada como el ojo del cielo.

El hombre tomo un lápiz y un papel. Colocó en una punta del papel un breve círculo, y otro más pequeño en la punta espejada. Nuestra segunda duda nace en este momento. Dos círculos, breves y espejados, aparecen como ilógicos e innecesarios en ese río de gritos y líquidos que lo rodeaban. Pero el hombre no dudó, y entre ambos círculos compuso una delicada cinta de moebius y algunas fórmulas, y algunos detalles, absurdos; pero a que culpar al hombre cuando la historia arrastra los mismos significados para los cuerpos acumulados en la tierra de la que el hombre quiere escapar.

Oleksandr Ignatyevich Shargei sobrevive a todas las muertes. La Revolución Bolchevique derroca al Zar y Oleksandr teme por su vida. Ha defendido al Zar, lo sabe. Lo que no sabe es que ha contraído tifus en las trincheras, tampoco sabe que los bolcheviques no lo buscan para matarlo. No lo sospecha como razón válida cuando una enfermera revolucionaria lo encuentra en la frontera, intentando escapar, y le salva la vida. Sus amigos lo protegen, lo esconden de esas otras batallas feroces que ocurren en ese pedazo enorme de mundo que es la Rusia entera, territorio donde otra historia intenta alumbrarse. Oleksandr recupera su salud, sus dibujos de círculos breves, moebius y fórmulas, y resuelve que es momento de volver a la vida pública. Para este tiempo de nuestro relato, han pasado algunos años y muchas cosas en su patria. Al mejor estilo de cualquier policial, Oleksandr toma la identidad de un señor que ya no camina entre los vivos, y se bautiza Yuri Kondratyuk. Mismo rostro, misma voz, mismas manos, mismos ojos, otro nombre.

Oleksandr (a quien llamaremos Yuri de ahora en más, para respetar su identidad secreta) es un hombre muy valorado por la comunidad científica. En criollo, la comunidad científica eran amigos (viejos y nuevos) de Yuri, que consultaban y trabajaban con este hombre, como se consulta y se trabaja con los genios.

Yuri comienza a elaborar grandes trabajos escritos sobre ingeniería, funda con estos amigos suyos una Sociedad para el estudio de los viajes interplanetarios, y evita (curiosa forma de trabajar el ego) ser reconocido por esto. Sabe que es un físico y un ingeniero real, tanto como un impostor en su condición de ciudadano.

Como ocurre en todos los cuentos de hadas, las vicisitudes de Yuri se transforman. Construye, en la Rusia ya de Stalin y escasa de materiales, un granero de 13 mil toneladas con UN solo clavo. A veces, diría mi abuela, la calidad tan alta del milagro de los santos no es creíble y uno desconfía. No seré yo quien diga que esto fue lo que pensó Stalin, pero la historia no me deja mentir, ese granero sostenido por un solo clavo (y que se mantuvo en pie hasta 1990 donde fue demolido) fue la causa por la cual el gobierno lo acusara de “agitador, saboteador y antisoviético” y el hombre fue a parar tres años al Gulag como Yuri, no como Oleksandr.

En 1970, treinta años después de su muerte, el Estado ruso diría que todo había sido una confusión, pero eso ya no le importaba a Yuri, a Oleksandr, y tampoco a nosotros.

Tenemos a Yuri preso, a unos papeles de círculos breves, moebius, fórmulas y nuestra tercera duda crece inevitable. El hombre, este hombre de dos nombres y apellidos, de posiciones controversiales y capacidades inauditas de análisis matemáticos, ¿qué ve cuando se mira al espejo? ¿Cómo se encuentra a sí mismo el alma que pasa tan poco tiempo en la vida que toda la medida posible del movimiento es nada más que huir de la muerte? Cuando llora, ¿Llora Oleksandr? Cuando siente placer, ¿Gime Yuri? ¿Quién es el heterónimo? ¿Quién el niño absorbido por los cuentos de su abuela en un campo hostil que en el recuerdo es el abrigo absoluto? ¿Quién ama de los dos, cuando ama?

Neil Armstrong pisó la superficie lunar el  20 de julio de 1969. Si pudo alunizar y volver para contarlo fue por la obra y gracia de dos círculos breves, un dibujo de moebius y unas fórmulas garabateadas en una trinchera por el hombre de dos nombres. Un amigo de un amigo de un amigo alcanzó la fórmula de Oleksandr a los ingenieros que preparaban el Apolo 11, mientras se rompían la cabeza contra la pared para ver cómo lograban que el pequeño cohete pudiese con todas las maniobras necesarias para el Big Day. No era cosa de llegar al satélite deseado, sino de poder bajar en él, y arrancar de nuevo para contarnos cómo se había sentido el asunto.

Oleksandr imaginó, en un apretado papel, en una más apretada trinchera de la Primera Guerra Mundial, en un apretado momento histórico, en un apretado significante de la palabra vida, la posibilidad de llegar a la luna, besarla, y vivir para contarlo.

Yuri murió en el frente de batalla de la Segunda Guerra, sin ganas de morirse, como se mueren todos los soldados.

Oleksandr vive en la posibilidad de que comprendamos que la belleza está íntegra en lo que nos rodea, sobre todo en la batalla, como la solución a un acertijo que a veces se nos muestra tan cerca que se vuelve invisible hasta que ella -espejo del tiempo que llamamos luna, en el evangelio según Borges- nos mira de frente, nos señala nuestros muchos nombres, nos reconoce ínfimos, nos ampara como imprescindibles.

 

María Negro


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