Anotación ante el aniversario del arte conceptual, por Juan Carlos Capurro

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Estamos ante un nuevo aniversario del arte conceptual. Discutido, polémico, aborrecido. No exento, al mismo tiempo, de controversias acerca de su fecha y lugar de origen. La más aceptada de las opiniones lo ubica, temporalmente,  en la glaciación. Respecto del lugar: están los que certifican su origen en Francia, en España o en el sur de América.  Eso depende de aspectos que no creemos importante discutir ahora.

Lo que nos interesa destacar, es que hace más de cuarenta mil años, en la parte externa de las piedras, los habitantes invocaban una buena cacería, transmitiendo  esas imágenes a la materia, para lograr que se reprodujesen diariamente las condiciones  mágicas de la subsistencia. En la parte interna de la cueva, más allá de la invocación sublimada a la  feroz  modalidad de producción, nuestros antepasados se dedicaban a reflejar, de manera más íntima,  un aspecto despojado de su vida, vinculado a la espiritualidad, a los miedos y las certezas. A los altares. Dos ángulos distintos, para una misma forma de expresión,  con los medios de los que podían valerse.

Desde entonces, cada cultura  sucesiva fue profundizando las formas del arte, en vinculación con una idea. Una idea del mundo, de lo que se quería de él y de lo que se temía o amaba.

Las formas de la luz fueron alcanzando su lugar, en lucha con las otras formas; las de nuestros cuerpos, nuestros  deseos, nuestros mitos, a los que nos fuimos aferrando para vivir. Miremos esos pechos enormes y esas caderas, y esos falos, velados o tensos: pueden ser en la piedra ancestral, en el  arte celta o en el Renacimiento; sopesemos como contrastan con aquellas máscaras, sean africanas o chinas, donde se procura dar terror para esconder el miedo.

Cuando Van Eyck, siglos después, pinta a la familia Gandolfini, también pone en juego conceptos: el primero: la irrupción en escena de una burguesía prestamista, a la que se le deben favores reales; también, que un espejo puede mostrar la espalda de los retratados, dando paso, cuando la obra es exhibida, en Madrid, a otras ideas: las  de Velasquez, en las Meninas, que pinta atrás el espejo, reflejando no ya las espaldas,  sino las caras de los que están del otro lado, mostrado al pintor que se pinta, mientras pinta a los que aparecen reflejados en el espejo, los reyes.

Romper la imagen, diluirla, frotarla contra el viento, descomponerla, quitarle la sombra. No son escuelas, son ideas. Pintar en el plano,  aún después de haber conquistado la perspectiva. Colocar en los altares el arriba y el abajo, insinuar la pequeñez del que mira; o agigantarlo, frente al más allá, según la búsqueda. Después vienen los nombres: cretenses, bizantinos, renacimiento, impresionismo, fauvismo, puntillismo, cubismo, surrealismo, lo que sea.

Duchamp pone en el escenario a los objetos cotidianos; hace su juego. No funda nada; sigue la ola de su propia neurosis artística. ¿Por qué no? ¿En qué es distinto a aquel que "vio" que había que poner un espejo o seguir, como los chinos, siempre en el plano? ¿Antiretinismo? Los objetos se miran, se paladean, se rechazan o se gozan a través del ojo. Y eso no lo modifica ningún intento de anular las leyes de la óptica. Salvo como idea.

La impostura en el Arte.


  Lo que subleva actualmente, de manera inconsciente, no es el término de arte conceptual. Lo que subleva son, como ha ocurrido siempre en el arte, los farsantes y los oportunistas. Los que eligen el camino de no decir nada, porque al no haber nada que subleve en su obra, las mentes se adormecen en el presente de pesadilla protegida. En esta alta etapa de decadencia  social, la clase gobernante de donde sea, prefiere que el arte no diga, no grite, no se enoje, no ría, ni se mofe y entonces no sea arte y sea "arte conceptual".

Aún  allí, en esa negación institucionalizada del arte, hay también una idea. Se pretende erigir una nada, generalmente vestida de originalidad o banalidad, según convenga. Cuantos más lugares comunes, admitidos, mejor. Porque una cosa es presentar un objeto cotidiano para revolucionarlo y otra muy distinta es concurrir a los lugares remanidos y seguros, dado su carácter cotidiano, siempre adormecedor. Los museos  tienden  paulatinamente a convertirse en ese lugar para llevar a los niños a jugar en un pelotero colorido, denominado " conceptual".

¿Es  esto culpa de Duchamp, que hizo su jugada para confrontar, al igual que Dada,  con el absurdo sangriento  y la infamia de la primera guerra mundial, o responsabilidad inducida de los que financiaron y financian todas las guerras, mientras claman, en defensa de sus intereses, por un "arte" que no exprese nada, para disimular el desastre al que nos llevan?  

Lo paradójico es que, aun los que pretenden clamar en favor de esa nada, olviden que la nada siempre es determinada. Ninguna nada, por más nada que se quiera, puede dejar de golpearse  contra lo que está ocurriendo. Y el vacío que se intenta presentar como arte de última hora, se colma ante el contraste de quienes pintan, filman, esculpen, escriben o lo que sea, desde las vísceras. Desde el dolor, la bronca, la alegría, la lucha contra y con la materia, para expresar lo que se siente y piensa.

He aquí hoy, entonces, lo que pasa.. Estamos en lucha entre dos conceptos. Los jinetes de la nada galopan  de la mano de quienes nos hunden en la miseria en todos los terrenos. Esos no tienen de artistas sino el nombre, sea la "escuela" a la que se dediquen. Los que luchan por expresarse a través del arte, arriesgando materia, color, temas, palabras, rechazos, ninguneos, sin supeditar su trabajo a patrocinadoras  fundaciones bancarias o publicidad mediática  son, como lo fueron siempre, artistas conceptuales. Son los que subidos al andamio, sin aceptar el control ni la censura de los comitentes que les gritan desde abajo, pugnan por acercar el dedo de la mano al cielo.

Juan Carlos Capurro

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