La chica que me cuida (Una Crónica), por Malena Low
Collage Catalina Lepes
Si este texto lo hubiese escrito César Aíra, en su estilo,
sería literariamente desapacible y lúdico.
Pero acá lo describe una mujer joven, que se lanza a contar un episodio
real de su adolescencia, desde su posición de clase: la niña que tiene deseos
eróticos hacia su mucama. Ese espacio le da al texto una molestia muy alta, que
no es la del tema en si, hoy "políticamente correcto" y de bon mot. Subleva , en cambio, el lugar
común de clase (si fuese un varón sería inclusive banal), el frotage de pezones en una pasión que no
explota, que relata lo que no logra realizarse. Es una crónica que dio lugar a
un debate en el colectivo de redacción de EDO. Acordamos publicarlo porque esa
molestia generada por el texto es considerada, por algunos de nosotros, un
mérito.
EDO
La chica que me cuida
“Pero una larga cinta de seda
ata a los amantes a sus amores respondidos”
“Solo que entre las estrellitas de los yunques
yo veía otra cinta que no estaba en la bobina”
Dolly Skeffington
Es la única forma de calentarse. Es invierno y la estufa de
la casa está en el pasillo. La puedo ver tirada sobre las baldosas frías, boca
arriba. Las calzas pescadoras le marcan las piernas. La pelvis ajustada. Los
pies se desprenden de las ojotas, las uñas están pintadas de colores
brillantes. Cruza los brazos sobre la cabeza, la remera se levanta y deja ver
un vientre chato y bronceado. Yo me tiro al lado, cruzo mis piernas flacas
entre las suyas. Le rodeo un brazo por la cintura, la piel ya está caliente.
Apoyo mi cabeza sobre sus tetas enormes y enredo los dedos en su cadenita
dorada como excusa para tocar más piel - caliente, blanda, morena - entre el
escote. Sus manos huelen a lavandina y el pelo, siempre húmedo, a crema de
peinar barata.
Ella, María, es la chica que me cuida y yo una nena
degenerada que empieza a tener sus primeras calenturas con su mucama paraguaya.
Así pasamos las tardes cuando “la patrona”, mi mamá, se va a trabajar.
Decido contactarme con el propietario de la casa donde
crecí, en la esquina de Thames y Gorriti, una casa gigante que mi mamá compró
muy barata cuando se separó de mi papá y vendió al triple diez años después,
cuando Palermo empezó a ser el Palermo de bares y locales de ropa. La memoria
está en los detalles, en la superficie de las cosas y sus pliegues. A pesar de
toda la remodelación que hicieron sus nuevos dueños, mantienen la estufa a gas
del pasillo que conecta la cocina con lo que era mi cuarto. Ahí la veo,
destartalada, con la llamita que va del azul al naranja. Es chiquita pero
poderosa: tiene el tamaño de un clítoris y arde tanto que podría prender fuego
todo en un descuido.
La memoria puede funcionar como un territorio de
intervención política. Una vez leí en un artículo que la activista chilena
Nelly Richards usaba esa categoría, y decía que el feminismo no sólo debe
actuar en las calles sino identificar aquellas zonas que pueden ser interpelables.
Cuando recorro el espacio de mi casa, el territorio que se abre es el recuerdo
de mis primeras pajas. Vuelvo ahí porque me da la impresión de haber dejado un
tesoro enterrado, inmaculado frente a cada instancia que repetitivamente
insistía con que mi deseo debía ser obligatoriamente heterosexual.
Cuando no estamos tiradas revolcándonos en el piso al lado
de la estufa, estamos en la cama mirando telenovelas que pasan en Telefé y
Canal 13. Ella se calienta con el churrazo de Pablo Echarri mientras chupa sin
parar la bombilla del tereré. Cuando aparece el espacio publicitario, va a
recargar el termo a la cocina. Mis pulsiones animales me hacen rodar boca
abajo, los muslos se me tensan. Estiro las piernas, aprieto lo más que puedo mi
cuerpo contra el colchón. Meto la mano en el pantalón y los pies se me arquean
en punta. Paso por adentro de la bombacha, estampada con ositos y moñitos, y
empiezo, dibujando círculos en el clítoris, que todavía no tiene ese nombre. No
tiene ninguno. Escucho sus ojotas sobre las baldosas, los ruidos de la cocina.
Sé que tengo poco tiempo y me apuro. Entierro la cabeza entre las almohadas y
cierro los ojos. La imagino de espaldas, el culo redondo, la tanga que se deja
ver marcada en las calzas. Ella golpea la cubetera contra la mesada. Quiero que
llegue y se acueste conmigo, que me pase los cubitos de hielo con la boca por
la espalda. Se agita cada vez más mi respiración, me alerta de nuevo el sonido
de la heladera que se abre y se cierra. Saco la cabeza y espío: el televisor prendido
todavía en publicidad y el agua que corre en la canilla de la cocina. Me vuelvo
a hundir y ya casi, ya casi acabo y vuelvo a imaginarla atrás mío, que se me
acerca al cuello despacito y me agarra fuerte del pelo para hacerme una colita
tirante. El interruptor de la cocina se apaga con un click y de nuevo las
pisadas en esta dirección. La siento cada vez más cerca y en cuestión de
segundos acabo con ella, yo en la cama y ella a unos metros, invadiendo el
cuarto con su olor a perfume berreta.
En cada página web de pornografía hay muchos videos
agrupados bajo la categoría “mucama”. En cada sex shop, el disfraz. Entiendo
que, en general, las pajas de los varones se acoplan al ritmo de un porno que
se constituye por y para su deseo. No sé cuánto tenga que ver mi fantasía
sexual infantil con aquella pornográfica y masculina. Pese a su fetichismo
clasista, encuentro en mis primeras pajas un pliegue resistente a todas las
imágenes y enunciados que me construían sexualmente por aquella época. Se
esperaba de mí no solo que no fuera un sujeto deseante, sino que en todo caso
me gustaran los chicos de mi grado. Como cualquiera, tuve una formación de
sexualidad heteronormativa obligatoria. Pero la terrible magia del tabú quiso
que mi imaginación tuviera otros recorridos, más libres y más secretos.
Recluidas en el ámbito doméstico, encontré otras afectividades que me
encendían. No hablo de amor ni de una experiencia erótica vivida tan
explícitamente; hablo de roces y agitaciones subterráneas que, como una cinta
invisible, hacían funcionar otros imaginarios posibles.
Una vez, María me descubrió:
- Voy a decirle a tu mamá cómo rompés todas tus bombachas.
Desde ese día se desencadenaron las asperezas. La
circulación de los cuerpos cambió sutilmente y fueron necesarios algunos
desplazamientos. Cuando lavaba la ropa, yo me sentaba cerca y la miraba. Entre
sus prendas, que frotaba con jabón blanco en la pileta, las que más me gustaban
eran sus tangas sintéticas de colores chillones y su remera favorita, que usaba
para trabajar, con la cara de Rodrigo “El Potro”. Cuando ella se iba, los fines
de semana, yo aprovechaba y revisaba sus cajones. Como en un cofre de talismanes,
ahí estaban: todas sus bombachas que yo agarraba imitando su gesto,
capturándolas entre mis manos y haciéndolas desaparecer en mi puño apretado.
El 24 de junio del 2000, María llegó llorando. Tenía la cara
roja y mientras se limpiaba las lágrimas corría de un lado al otro el
delineador negro. El Potro había muerto esa madrugada en un accidente de auto
en la Autopista
Buenos Aires - La Plata. Se había enterado a la mañana, saliendo de
su casa, por el noticiero. Tenía puesta la remera de Rodrigo, que estaba
desfigurado, estirado entre sus tetas enormes y empapado por su llanto
incontenible. Así como me ofendía que ella le prestara más atención a Pablo
Echarri que a mí mientras mirábamos la tele, esto me rompía el corazón. María,
traidora, me mostraba que las mujeres teníamos que llorar y desvivirnos por los
hombres que amábamos. Entre tanta confusión, había perdido el registro de si
María me excitaba o si quería ser como ella.
- ¿Cómo querés tener las tetas cuando seas grande? - le
preguntaba a mi mejor amiga, Jazmín.
- Normales, como las de mi hermana.
- Yo quiero que sean gigantes, como las de María.
Un año después, en 2001, en plena crisis, María anunció su
partida. Iba a casarse con su novio en Paraguay y, dada la situación económica
del país, iban a probar suerte allá. Ese último mes en casa no le saqué los
ojos de encima. Me sentaba cerca mientras fregaba el piso, la ayudaba a decidir
los preparativos para el casamiento. Dormimos juntas varias noches, acurrucadas
en su cuarto, una habitación que quedaba subiendo la escalera hacia la terraza.
Hacía frío y teníamos que abrazarnos para calentarnos. En la oscuridad podía
acercarme e inhalar profundo el perfume de su pelo largo. Nunca fueron tan
placenteros el olor a crema de peinar, la lavandina y el jabón blanco.
Cuando volvió de Paraguay de visita, trajo una filmación de
su casamiento. Puso el VHS y nos acostamos en mi cama. Después de un pitido,
las barras de color. Aparece María, ahí está, más hermosa que nunca, muy
maquillada atrás de un velo blanco. Se ve a sí misma enmarcada por la tele que
miramos juntas todas las tardes. Esta es la última vez. La fiesta es en un
jardín, en la casa de unos parientes de su actual marido. El sol la ilumina a
contraluz haciendo brillar el velo de una forma tan intensa que parece una de
las santas que adornan su cuartito. De este lado de la pantalla, nuestros pies
se rozan, ella sonríe e intuyo que va a llorar pero no lo hace. Allá, en la
fiesta, baila feliz y da vueltas entre la gente. De fondo, “Sé que volverás”,
un tema de Damas Gratis del disco Para los pibes, lanzado ese mismo año. Hoy me
encuentro triste/ con una herida/ cuando me engañastes/ no me querías./ Pero yo
se que volverás/ llorando por mi cariño/ que solo me dejastes/ no me olvido,
dice la voz de Pablito Lescano.
María, cómo olvidarla. “La chica que me cuida”, así se
llamaba para mí. De alguna forma, se volvió una santa en el recuerdo, patrona
de todos los deseos lésbicos que aparecen cada tanto en mí e interrumpen las
narraciones clásicas y heterosexuales. La chica que me cuida, que protege mis
búsquedas disidentes porque, como alguna vez le escuché decir a una escritora
argentina, “quién dice que la sexualidad es una sola”. María, musa y traidora,
ese día prometió dejarme algo suyo. Le pedí la remera de Rodrigo, que hoy
descansa en el cajón de mis bombachas, nuestros talismanes.
Malena Low
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