Había una vez la luz, por María Negro


Escucho habitualmente a gente que habla de la muerte del libro en papel, de las nuevas generaciones que solo leen en su celular, incluso a quienes insisten en comparar a las bibliotecas como unos nuevos “cementerios” donde seguiremos arrumbando papel pesado.
Siento por el libro en papel un afecto especial, cercano, como el que se siente por un amigo. Me gusta verlos unirse en sus lomos de colores, tanto como me gusta el perfume de sus hojas a las que me acerco sin pudor para olerlas. Un libro que huele bien, por lo general, dice cosas interesantes.
Carl Sagan decía que el libro en sí mismo es un acto de magia. Que estando ante él podíamos leer a un ser humano que había ordenado esas palabras hacía tiempo (siglos, años, meses) sin conocernos, sin que fuéramos parte invitada del proceso y sin embargo ahí estábamos nosotros, llorando o riendo con unas palabras ajenas. Transportados por esas palabras a un nuevo pensamiento, que siempre será la puerta a una nueva persona.

Claro que los libros nos cambian, y seguramente esta condición no sea propia del papel sino de las palabras. De esa fila india de letras que dibujan sensaciones o ideas, al margen del sostén que podamos darles.

Pero cuando leo que el libro se da por finado, no puedo dejar de pensar en la biblioteca de mi barrio, de lo ocultamente importante que son las bibliotecas en los barrios.

Los barrios no tienen tantas bibliotecas como Iglesias, pero casi siempre hay por lo menos una. En Barrio Uta, efectivamente, solo había dos. Una le pertenecía a la Cooperativa que administraba la electricidad, algo que luego privatizó muy bien un señor gobernante, pero que en los ’80 quedaba a cargo de pequeñas empresas administradoras que jamás eran responsables por los cortes de luz, ni por los problemas de tensión. En un enorme caserón sobre la ruta, la Cooperativa funcionaba como cobradora del servicio y, además, tenía una biblioteca. Biblioteca popular, que le decíamos, porque los vecinos habían ido donando viejos libros de estudio de sus hijos, o de ellos propios, y algo de literatura muy clásica. Las madres se hacían socias y los hijos podíamos, entonces, ir a investigar en esos cuatro estantes si había alguna información útil para ese trabajo del colegio, o para pasar las tardes de lluvia.
Cuando llegó la luz privada, la Cooperativa pasó al vagón de los edificios del recuerdo con su biblioteca y seguramente la señora que atendía de 8 a 14 de lunes a viernes.

La otra biblioteca que existía era la de mi papá. Un milico que arañó la clase media y acabó sus días en una barriada obrera alejada de todo tipo de acceso a la cultura. La biblioteca de mi viejo era seis o siete veces más importante que la de la Cooperativa, en títulos y en cantidad, por lo que a muy temprana edad comencé a prestar sus libros con un estricto control llevado en un cuadernito (así, como hacía la señora de la Cooperativa) más por miedo a que mi viejo me descubriese que por temor a la pérdida.

Las leyes que circundaban a la biblioteca de papá eran terribles. Con la total libertad que confiere hacer las cosas en secreto, y la crueldad de un niño, los castigos por la no devolución del libro podían incluir desde rupturas de alianzas eternas hasta el desprecio comunal y efectivo de una buena cagada a trompadas.
Algunos libros eran más “caros” a medida que avanzaba nuestra curiosidad y mi confianza al robar. El castigo por no devolver “El rodaballo” de Roa Bastos era ínfimo comparado con “Trópico de cáncer” y la lista de torturas chinas que podían caer sobre aquél que decidiera quedarse con el libro sin devolverlo antes de que papá se diera cuenta.

Y así, por muchos años, la literatura se insertó en el barrio. De forma errante, infantil, pero allí estaba. Empujando la imaginación en un espacio donde el arte es un privilegio de otros. En un lugar donde por pura necesidad de sobrevivir al resentimiento, se comienza a despreciar al arte desde muy chiquitos. Como un deseo inalcanzable, que solo será carencia si se lo deja crecer, se lo ahoga en los seis colores posibles de la paleta de lápices baratos que se compra en primer grado, y en segundo ya no se usa.

Es cierto que las maestras hacen un esfuerzo, tan cierto como que los museos, o los conciertos, o los cines, o las bibliotecas lejos de convertirse en cementerios siguen siendo una reivindicación pendiente para los barrios.

El libro, como dice Sagan, es un objeto mágico. Un disparador de la imaginación, que es el ejercicio plástico y vital de la inteligencia práctica.
No es que en las barriadas no se lea, es que existe algún plan perverso por privarnos de los libros, de la verdadera esencia de los libros, de su carácter real y poderoso.
Habría que plantar bibliotecas, como árboles amables que seduzcan a cualquier niño una tarde aburrida de verano. Habría que permitirle a los libros hacer su magia bajo la mirada atenta de Tom Sawyer en una zanja que se metamorfosea en Mississipi.
Como el pan, la poesía debe ponerse al servicio del hambre. Incluso del hambre de aquel que ya ha olvidado que sentía hambre.
Despertemos al gigante que duerme.
Ese, que de puro imaginarse un mundo mejor, va a salir a hacerlo.


María Negro

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