“¿Conserva el domicilio, señora?”, por María Negro
Así de simple puede comenzar una historia. La historia de la
señora que llevaba treinta y tres años exactos sin cambiar el domicilio. En
noviembre de 1985 mamá nos llevó al Registro Civil de José León Suarez para
sellar el documento nacional de identidad con su destino: Calle 176, número
6028, Barrio Uta. Cualquiera que conozca el distrito de San Martín sabe que es
habitual que uno se maneje por el número de calle. No conozco espacio (aunque
sólo no conozco, no quiere decir que no exista) donde el nombre de las calles se
repita con tanto ahínco. Más allá de los remanidos Eva Perón o Juan Domingo
Perón, o Brigadier Juan Manuel de Rosas que decoran las avenidas de todo el
conurbano; en San Martín los nombres de las calles se repiten casi como una
muestra de falta de originalidad por quienes deciden esas cosas. Hay siete
calles San Lorenzo, y unas veinte llamadas Belgrano. Así es que nos
acostumbramos a los números y mi calle, que se llamó 25 de mayo o Corrientes
según el año de edición de la Guía Filcar, siempre conservó su número: 176, y
nosotros aprendimos a grabarlo en todos los papeles como acto de piedad con el
señor cartero.
Conservar el domicilio de mamá, a pesar de haberme mudado de
esa casa hace unas dos o tres vidas, siempre lo pensé como un acto consciente
de responsabilidad ‘cívica’. “El que alquila no tiene casa” decía ella. Y a mí
que me gustaba contradecirla decía que no, que el que alquila paga su casa y
tiene derechos sobre ella. Y co co co có pero el documento seguía clavado en la
calle 176, por si las moscas. O por si la carta documento, o por si la crisis ajustaba
al punto caramelo y había que volver como en el tango. La excusa era perfecta:
en casa de mamá siempre está ella. Y si salía a hacer algún mandado por el
barrio, Doña Celestina podía recibir aquello que iba a mi nombre o explicarle
al cartero que la señora ya iba a regresar muy pronto, que no se asustara por
el ladrido de los perros, que nunca habían mordido a nadie.
Aquí es necesario aclarar una cita que haré en breve:
detesto, por educación, los textos que comienzan citando a Borges. Me molestan
los escritores que se amparan en el fantasma ciego para comenzar a contar,
sobre todo porque me resulta de una pretendida ‘astucia’ que solo habla de la incapacidad
de expresión por parte de quien lo cita. Entonces ahora ustedes comprenderán
que lo cito porque me encuentro contra las cuerdas, seguramente por las mismas
razones por las que los otros escritores lo han citado antes: mi propia
incapacidad.
Aquellos que hayan leído el cuento El Aleph conocen esa
bella obra de arte. Preciso referirme a un pequeño detalle deslizado al
principio del cuento, donde Borges –su personaje- nos cuenta que tras la muerte
de Beatriz Viterbo han cambiado unos carteles publicitarios de Plaza
Constitución y él comprende que es el principio de una serie de cambios
infinitos que Beatriz ya no verá.
Todavía recuerdo el temblor que me provocó ese primer párrafo, donde el cuento aún se encuentra en pañales y solo se entrevé una pequeña parte de lo que sucederá, sin embargo en esas pocas oraciones estallan todos los miedos. La finitud, la indiferencia de todo el universo ante la muerte, la nada misma que somos.
Todavía recuerdo el temblor que me provocó ese primer párrafo, donde el cuento aún se encuentra en pañales y solo se entrevé una pequeña parte de lo que sucederá, sin embargo en esas pocas oraciones estallan todos los miedos. La finitud, la indiferencia de todo el universo ante la muerte, la nada misma que somos.
Beatriz, mi Beatrice,
ha muerto hace ya seis años. La casa siempre habitada de la calle 176 fue
derrumbada desde la vereda hasta el fondo gigante con sus álamos viejos. Yo
intenté, como Borges, esquivar el destino de los carteles nuevos conservando la
Calle 176 para cada trámite, para cada situación legal, como una defensa contra
la muerte y sus absurdas muestras de indiferencia. Pero la realidad se impone,
cuando una recuerda que no fue la ‘muerte enamorada’ e inevitable la que vació
la casa número 6028, sino una ambulancia que tardó diez horas donde hice té y
llamadas desesperantes, amenazas completamente inútiles a la joven telefonista
de la obra social.
Anote, señor del Centro de Gestión Ciudadana, que vivo en la
calle Yrigoyen. Con y griega, por favor. Anote que me exiliaron de mi identidad.
Anote que entre las calles Güemes, Fleming, la diagonal 166 y el Camino del
Buen Ayre, existe un barrio que no figura ya ni en los mapas, donde la gente
amable recibe a los carteros y ceba mate en las veredas. Donde todos se
levantan temprano para ir a trabajar aunque el mejorado que les vendieron por
asfalto se raje y se rompa y no haya dios que lo repare. Anote que Doña
Celestina es una gran persona. Anote que el cáncer se viene comiendo los huesos
de los niños y el hospital está vacío. Anote que no hay infinito posible,
porque todas las cosas, incluyendo al universo, han comenzado y van a
terminarse. Anote que también se va a acabar el tiempo donde las calles repiten
como idiotas sus nombres para confundir a los choferes de ambulancias.
Anote lo que quiera.
Yo sé bien donde vivo.
Anote lo que quiera.
Yo sé bien donde vivo.
María Negro
Muy, muy bueno. Gracias Maria Negro
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