Amy, la eterna luz de todas las cosas, por María Negro


























"I say no", dice Amy.

Sin ese peinado gigante ni sus tacones, estamos hablando de una muchacha de un metro cincuenta, delgadísima, de ojos profundos y una voz de acústica descomunal.
Y antes, mucho antes de eso, antes de que el mundo fuera mejor al oirla cantar, Amy Winehouse fue una niña pequeña que escuchó a Sarah Vaughan.

El momento en que sintió para siempre que todo se rasgaba en ella misma.

La música es el recuerdo atávico de nuestras primeras emociones. Desde aquel primo lejano que reprodujo algo similar al sonido del río, de los pájaros, del viento, de la lluvia. Y vió que era bueno. Entonces, con la más sincera de las lógicas, aquello que era bueno cobró su condición de bello. Y en esta condición de bello, también para muchas tribus, desarrolló características mágicas.

Que gran acierto.

La música, ha dicho Frank Zappa, lo es todo.

El primer privilegio de Amy fue poder sentir la música desde ese lugar ancestral, íntimo, mágico. Un llamado de siglos de especie humana en la sangre, en cada latido lento del blues cuando Sarah arrastra las vocales en esos solos que no parecen mortales.
Y no deben serlos, tampoco.


Amy late, allí, con ella. Trasciende el espacio, el vinilo y el tiempo. Amy sabe ese mismo día, aunque solo tenga pocos años, que todo, completamente todo lo que desea hacer en la vida es intentar ser el eco de esa voz. De la voz que resonaba detrás de la voz. De ese llamado de la naturaleza, desde la entraña del alma.
Que en los artistas, nadie discute que sí existe.

Un día, se hizo grande. Aún mucho más hermosa, si era posible. Y ya grande y hermosa, un productor la oyó cantar en un bar y a la semana tenía un contrato firmado con el fin del cuento.

Entonces, sin lobo feróz ni conejo blanco, Amy saltó dentro del espejo de Alicia, cayó en el sueño de la desgracia de quien siente la vida con su humanidad y es explotado en detrimento de ella misma.

Un productor u otro la alzarían en sus desmayos para que un auto o un avión la subieran hasta un escenario donde dejara de oir el eco de Sarah, donde las luces lastimaran los ojos aturdiendo hasta la vergüenza. Donde la sed de todos los microbios del escándalo quedara saciada. Los bichos gordos y panzones subiendo sus videitos de la muchacha perdida. La voz de Sarah que no aparece en ningún lado y esas ganas de llorar debajo de tanto pelo.

He dicho no, gritaba Amy antes de subir al escenario de su último show. No practicaba sus canciones, sino que gritaba que no, que no quería cantar, que no quería cantar así, que una dama no desea exponerse de esa manera cuando se le han derramado los dolores. Que su alma no tiene dobleces y no quiere cantar así. He dicho no, gritaba Amy y el público la escuchaba. Tal vez, por eso mismo, durante todo su último recital aquellos que habían ido en busca del eco de Sarah la trataron de farsante, en cambio aquellos que veían los ojos de Amy le gritaban cosas hermosas para que el momento no fuera tan duro. Y Amy sonreía. Y desafinaba con su cara de alas de ángel y sus bracitos llenos de susto.

Luego, lo que contarían todas las revistas. Una muchacha más ha seguido el camino de los rockstar. Ha vivido veloz dejando un cadáver joven y pleno de capacidades.
Simplificando los titulares con las palabras alcohol o drogas se ahorran el trabajo de leer el camino de astros que nos robó hasta el eco de Sarah. Hasta la última posibilidad de que el pichoncito de Amy recorriera los espacios en todo su esplendor de águila.

Por mi parte, aún sigo teniendo ganas de abrazarla.



María Negro

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