El día de los muertos, el Mictlán y una referencia al temor, por María Negro
La mitología náhuatl,
de las tribus Aztecas, concebía a la vida y a la muerte creaciones
de la misma fuente: el Mictlán, un universo estructurado mediante la
parcelación que determinan fuerzas vivas.
Siglo XIV, cuando del
otro lado de la cultura y la economía, el Dante denunciaba a la
Iglesia y al Estado italiano en la Divina Comedia; los Aztecas
dividían a sus muertos en un inframundo de nueve espacios parcelados
por la calidad de la muerte de cada integrante de la tribu.
Sin el lazarillo de
Virgilio y sus observaciones filosóficas, los aztecas eran
acompañados por un perro. El mismo era sacrificado y enterrado junto
al cadáver para que pudiesen reencontrarse en Itzcuintlán.
Un sabio detalle, la
posibilidad de que el perro fuese el lazarillo de la travesía en el
Mictlán dependía de un hecho excluyente: su amo debía haberlo
tratado muy bien en vida.
De lo contrario, ambos
cuerpos yacerían en la eternidad, privados del verdadero viaje.
Porque la muerte, se ha
convertido en un terror occidental luego del aporte europeo que tuvo
el agrado de invadirnos, de arrasar con nuestras tribus y nuestras
culturas. De imponernos un infierno donde se paga con el dolor eterno
la lujuria o la gula, el cielo donde se premia la sumisión y la
austeridad.
Siglo XIV, las tribus
americanas abrazaban a la muerte con sumo respeto. Cerca de la
dualidad oriental, el Mictlán, o último círculo del infierno, era
el lugar a dónde se llegaba para renacer.
La muerte, no era la
última acción de un ser vivo sino el comienzo de un viaje dantesco
por el paraíso o el infierno, según la oportunidad en que se diera
esa muerte.
La muerte era tan
valiosa, que expiaba o condenaba todas las acciones de la vida. La
posibilidad del paraíso o el espacio del Mictlán que estuviese
destinado para nosotros, era definido en la forma que tomase la
muerte.
Porque el bien y el
mal, como elementos inconexos y contrapuestos, también es otro gran
aporte de la invasión. Para las tribus náhuatl, toda acción
contenía ambos conceptos dentro de ella. Todo aquello que uno hace
para bien, será inevitablemente el mal de otras cosas. No es posible
huirle a la dialéctica de la vida. Y los aztecas ya lo sabían.
La muerte, entonces,
era la única vara estable con la que medir el grado de dificultad
que debería recorrer ese humano para renacer.
Así, los guerreros y
las mujeres que morían en labor de parto (consideradas guerreras,
por haber llevado adelante la batalla de dar vida) eran merecedores
de "La casa del sol", el paraíso más alto. Compañeros
del sol, los guerreros muertos en batalla lo acompañaban desde el
amanecer hasta el mediodía, cuando las mujeres tomaban el sol en sus
manos, en su completo fuego, para acompañarlo hasta el atardecer.
Las tribus pre
hispánicas concibieron el mundo desde la dualidad. Cada acción con
su contrapartida. Cada momento de vida, parte consciente de una muerte
en estado latente.
Lejos de nuestras
construcciones binarias y cristianas, donde todo lo sólido es sólo
sólido. Donde los dolores o las pasiones deben ser puros e
imperecederos para tener valor en sí mismos; la dialéctica de la
vida se impone. Nos acompaña desde nuestros propios ancestros
latinoamericanos.
La humanidad defendió
la dialéctica mucho antes de que Hegel pudiese mirarla a los ojos.
Contempló la lluvia y la sequía y concluyó, maravillosamente, que
la vida en la naturaleza es una sucesión de ciclos que se mueven
inevitablemente, que se contienen entre sí en reverso y anverso.
Aún a pesar de eso, el
mismo horror, la cara del diablo más temido era la incertidumbre de
la vida del hombre. Tezcatlipoca, el dios de la maldad, era lo
incontenible, la duda, el temor de lo que no se puede controlar.
¿Y si a la sequía no
le continúa la lluvia?
¿Y si la lluvia no
conoce un fin?
¿Y si los brotes no
tienen la suficiente fuerza para erigirse árboles, o flores, o
guerreros poderosos?
La duda que acongojaba
a los griegos, tomo forma de demonio en los aztecas.
Nosotros, ya tantos
siglos de capitalismo delante, aún seguimos batallando contra la
duda como si se tratase de un enemigo. No hemos logrado abrazar por
completo a la noche, como parte indispensable del día para que
exista. La muerte nos aterra como niños, nos ensombrece, nos
persigue detrás de cada verso escrito.
Esta noche, noche de
los muertos, se abrirán las puertas del Mictlán para permitirles
pasear entre nosotros. Tan temerosos de los fantasmas, hemos
construido nuestro propio demonio particular desde muy chiquitos.
En él están nuestras
frustraciones, nuestro discurso de imposibilidad, nuestro temor
atávico a la soledad, al abandono. Nuestro fantasma tiene la cara
que supimos darle y llevamos una vida esquivándole los ojos.
Esta noche, él
también, volverá para acercarse a nosotros.
Aprovechemos, entonces,
la posibilidad. Construyamos de nuestras princesitas y principitos
los guerreros náhuatl que ya nos merecemos ser.
Vayamos por la espada
que nos corresponda.
Y hagámoslo mierda.
María Negro
Que ese nosotros abrace a los pueblos europeos y asiáticos sin Estado, invadidos por el romano y su cruz. Nosotros tambien bienvenimos a nuestros muertos y a nuestros demonios. Salud Negra, feliz luna!
ResponderEliminarQue ese nosotros abrace a los pueblos europeos y asiáticos sin Estado, invadidos por el romano y su cruz. Nosotros tambien bienvenimos a nuestros muertos y a nuestros demonios. Salud Negra, feliz luna!
ResponderEliminarHace un tiempo escribi a cerca del miedo. Me tiene podrida el miedo. MIERDA! jajajaja
ResponderEliminarMe encanta Leerte!